Perder la cabeza
La nueva editorial barcelonesa Alfabia ha hecho algo insólito: para presentar la edición de la novela Artemisia, de la escritora italiana Anna Banti, ha obtenido, moviendo no sé qué palancas, contactos o influencias, que el Museo de Capodimonte, en Nápoles, preste al Thyssen de Madrid el Judith y Holofernes de Artemisia Gentilleschi, que llegará dentro de unos días al paseo del Prado y permanecerá alí hasta junio. Yo recuerdo que ante ese cuadro en Capodimonte, estando solo, pues a esa hora todo Nápoles andaba ocupado comiendo pasta a dos carrillos, noté que un vigilante me seguía por las salas desiertas y no se me despegaba de la espalda. Al final, un poco molesto, le pregunté: "¡Oiga!", y señalé el cuadro, donde Judith, cejijunta y resuelta y armada con un rico alfanje, degüella al general asirio con la impasibilidad de quien oficia la matanza del cerdo, "¿se imagina que lo voy a robar?". El guardés respondió más o menos: "Può darsi, può darsi". Le dije: "¿Cómo?". Me dijo: "No me extrañaría, no me extrañaría... Usted no se imagina la de cosas que hace la gente con las pinturas expuestas cuando cree que nadie les observa. Las tocan, las lamen, las escupen, las rascan. Las bandas de turistas y los niños de los colegios acabarán en un par de generaciones con el legado pictórico. Y no se lo puedo reprochar, porque en el fondo todo el mundo detesta el magisterio de los maestros antiguos, que resulta ofensivo; ¿y cómo no iba a serlo, si, una de dos, o te obliga a cambiar de vida -lo cual, seamos serios, es imposible- o se reduce a una exhibición de superioridad técnica en una actividad anacrónica. Una pesadez. ¿No le parece?". No respondí, yo que sé dónde está la calle Saratasa.
La de Gentilleschi se ha convertido en una obra mítica para el discurso feminista y para el morbo
Seguro que Judith y Holofernes recibirá muchas visitas porque se ha convertido en una obra mítica, para la retórica y el discurso feminista, para el caravaggismo y para el morbo. De las mil peripecias del pueblo judío en la Biblia, ¿cuáles no olvida nadie? Las que tienen que ver con el sadomasoquismo, el temor a la castración y la mutilación gore, las historias de Sansón y Dalila, Judith y Holofernes, Juan Bautista y Herodías, David y Goliat. La decapitación es una ceremonia sórdida, aunque también puede dar pie al lirismo más refinado, como en el caso (lo leí en Internet y por desgracia no recuerdo dónde) de las últimas palabras que pronunció una joven en el momento de ser guillotinada durante la Revolución Francesa, cuando ya la hoja de la guillotina había caído. Y mientras la cabeza caía en la cesta, la muchacha todavía pedía al verdugo:
-¡No me despeines, que estoy enamorada!
¡Enajenación amorosa, triunfadora de patíbulos!
Más perversas y aterradoras que las impasibles degolladoras de Caravaggio y Gentilleschi creo que son las de Cranach del Kunshistorisches de Viena y en la Galería Nacional de Praga; en ambas Judith va maravillosamente engalanada, pero su cabeza, como pasa con muchas de las mujeres de Cranach, tiene esos ojos separados y rasgados que parece que quieren deslizarse hacia las sienes, esa frente huidiza y ese cabello rubio recogido y muy estirado hacia atrás que le da aires de mongólica... de mongólica que se sonríe, con la cabeza en la mano enguantada y sosteniendo en la otra la recia espada. La más obvia es la famosísima de Klimt. Quizá la Judith menos conocida y la más sorprendente, por fetichista y autoirónica, sea la del Giorgione que se conserva en el Hermitage de San Petersburgo: allí la decapitadora es una joven de expresión serena, cuya pierna izquierda asoma por la raja de su túnica para que el pie descalzo pise la cabeza del general, ya verdosa. Holofernes -en quien dicen que se autorretrató el pintor veneciano, como Caravaggio lo hizo en la cabeza de Goliath que sostiene un David ambiguo y desdeñoso- parece sonreír con picardía, como si le divirtiese haber perdido la cabeza.
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