Un símbolo bajo el peso del miedo
Sandra Carrasco y su familia viven el primer aniversario del asesinato de su padre en un Mondragón donde los etarras siguen siendo los héroes
Todo parece una guerra de símbolos bajo el peso del miedo en Mondragón, un feudo para los radicales que siguen tratando como héroes a los miembros de ETA mientras no muestran ni un atisbo de empatía por el dolor de los que no consideran los suyos. A la salida del municipio por carretera, alguien borró algún día con un aerosol de pintura los nombres en español de los municipios. En el centro, nadie se ha molestado en quitar el altar que recuerda a una veintena de terroristas en la reja que protege la sucursal del Banco Guipuzcoano. Es habitual encontrarse el anagrama de ETA al dar la vuelta de la esquina o escuchar en algún bar que el dolor lo causa un supuesto conflicto político y no quienes lo infligen.
Sandra Carrasco, su madre, Marian, y sus hermanos Ainara y Hadei siguen viviendo en el mismo piso cerca del cual ocurrió la tragedia el 7 de marzo de 2008, cuando su padre y esposo, Isaías, ex edil del PSE en la localidad, cabeza de esta familia socialista y tan vasca como las demás, cayó abatido por las balas de un pistolero etarra. Sandra, quien cumplirá pronto 21 años, asumió con creces su papel de hermana mayor y no dudó en ocupar el puesto laboral de su padre en una de las cabinas de peaje de la autopista A-1. Allí, con una estoica sonrisa, abre el paso todos los días a los conductores, entre los cuales probablemente haya alguno que no se dignaría condenar el asesinato de Isaías.
Exceptuando alguna declaración robada en el peaje y sus contadas comparecencias públicas, la última de ellas el pasado día 27, cuando el autobús con el que Patxi López cerraba la campaña electoral pasó por allí, Sandra elude cualquier contacto con la prensa.
Accede a participar en los distintos actos a los que es requerida -ya sean de las asociaciones de victimas del terrorismo o de los socialistas-, pero no quiere ir más allá, sin creerse del todo que su definición de la banda terrorista -"Son unos hijos de puta", dijo al día siguiente del crimen- figurará quizá en los libros de Historia cuando todo acabe.
Quienes la conocen describen a una joven que no calla lo que piensa y que, dentro de lo posible, ha salido entera de una situación en que muchos se derrumban. Tiene novio, aunque Mondragón no es el mejor escenario para un romance, y se está pensando volver a estudiar para abrirse nuevas puertas. Aun así, le torturan las mismas preguntas que rondan la mente de todas las víctimas -¿Cómo se puede llegar a matar a alguien? ¿Para qué?-. La rabia sigue ahí, esperando que quienes destrozaron su vida paguen ante la justicia.
Sandra entendió muy pronto que el apoyo social resulta fundamental para metabolizar el impacto del trauma. Tal vez por ello busca también consuelo, si es que lo hay, volcándose junto a su madre en mitigar el dolor de quienes sufren el mismo horror. Se refiere incluso a las víctimas como "su otra familia".
Nada más conocerse, el pasado 3 de diciembre, la noticia de que ETA había acabado con la vida del empresario Inaxio Uria, recorrió en coche los 40 kilómetros que la separaban del lugar del crimen en Azpeitia junto a su madre. Se presentó ante la familia Uria como la hija de Isaías, aunque probablemente no hacía falta, pues su imagen es habitual en los medios -los fotógrafos no pierden una oportunidad de captar una instantánea suya -. En Legutiano, cuando una bomba en un cuartel de la Guardia Civil truncó la vida de Juan Manuel Piñuel en mayo pasado, se acercó a la capilla ardiente en Vitoria para darle un caluroso abrazo a la viuda. No estáis solos, vino a decirles. Vuestro dolor también es el nuestro.
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