Malos tiempos para la erótica
Aquel día en que se me ocurrió abandonar momentáneamente el mundo de la transgresión de verdad, que es la novela negra, para aventurarme por el de la transgresión de mentirijillas, que es la novela erótica, tropecé inesperadamente con una pregunta en la que coincidían todos los periodistas:
¿En qué se diferencia el erotismo de la pornografía?
No era una pregunta fácil para un advenedizo acabado de llegar a la novela inmoral desde la literatura ética por antonomasia, mi buen género negro que habla de buenos y malos, de búsqueda de la verdad y de restaurar el orden desbaratado. Ante el placer que me despertaba lo erótico y las muecas de asco que provocaba en otros el concepto de pornografía, no supe reaccionar de otra forma. Incluso notaba un cosquilleo desagradable en el estómago y me agobiaba la posibilidad de que mi novela Espera ponte así, ganadora de La Sonrisa Vertical, pudiera ser porno y no erótica. Había oído hablar de que el erotismo era insinuación y sugerencia y que dejaba la explícita descripción anatómica para la burda pornografía, pero me parecía que eso era cierto sólo en parte. Obras consideradas emblemáticas de la literatura erótica me resultaban manifiestamente descaradas, exhibicionistas, groseras y agresivas. Y llegué a la conclusión de que no había diferencia real entre un tipo de narrativa y el otro. La única diferencia, dije entonces, radicaba en la connotación ética o moralista que gravitaba sobre el término pornográfico. Lo erótico era bueno, lo porno era malo y punto. Moralina en estado puro.
Hoy, en la distancia, me percato de que la diferencia es mucho más sustancial.
En lo erótico, sea cual sea el tratamiento estilístico que le demos, por explícito y anatómico que sea, hay subtexto, intuición, guiño, análisis, entre líneas, sutileza, travesura, inteligencia. El discurso va más allá del escándalo y la excitación del público y el texto va cargado de subtexto.
Pornográfico es lo inmediato, lo evidente, lo literal, lo obvio, lo primario.
Bien mirado, lo pornográfico es nuestro pan de cada día, sea cual sea la parcela de realidad hacia donde dirijamos la vista. Lo pornográfico es tan falto de profundidad como un eslogan publicitario ("diles cualquier cosa, con tal que compren"), como un discurso de político actual en elecciones ("huye de la ideología, porque es excluyente: quédate en la ambigüedad para que te voten también todos aquellos que no te votarían si supieran lo que piensas"), como un titular de periódico ("no hace falta que te canses leyendo más"), como una película del Hollywood actual ("no hay más mensaje que lo que ves y lo que dicen los personajes, no hay nada que decodificar, nada que interpretar"), como un reality de Tele 5 ("todo parecido con la realidad es mera mala fe"), como la biblia de un ingeniero economista inventor de subprimes ("el fin justifica los medios"), como la vida sentimental de un adolescente, como el psicoanálisis de Patricia Gaztañaga.
El erotismo no tiene ninguna oportunidad en este mundo de inmediatez y de evidencias en que, de pronto, nos ha tocado vivir. Lo abstracto ha quedado relegado a los ámbitos de la fe, de la religión, de la superstición o de la economía especulativa, y no existe ni noción de simbolización. Tal vez se lo cargó de un manotazo aquel bruto que dirigía unos estudios cinematográficos de Hollywood y que dijo a un guionista: "Si necesita colocar algún mensaje, póngame un telegrama". Y unos cuantos brutos, o aprendices de brutos, le rieron la gracia, se sumaron a sus filas y continuaron escribiendo, o filmando, o emitiendo discursos dejando el mensaje aparcado con el coche. Y así nos va. Que ahora constatamos que la literalidad está reñida con la literatura. Que la erótica Sonrisa Vertical ha naufragado en un mar de pornografía fácil de toda clase.
Andreu Martín (Barcelona, 1949) ha publicado recientemente De todo corazón (Nowtilus) y Wendy ataca (Algar). Es autor de Espera ponte así (Tusquets), premio La Sonrisa Vertical en 2001.
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