Lecciones del pasado
Ciertamente si, tras la infausta montería jiennense, Mariano Fernández Bermejo se hubiese dado más prisa en presentar su inevitable dimisión, si se hubiera ahorrado esos desplantes parlamentarios que levantaron a la bancada socialista con gritos de "¡torero, torero!" -sic transit gloria mundi, debe de pensar hoy-, el cesante ministro de Justicia habría privado al Partido Popular de la pólvora con que éste ha alimentado su artillería dialéctica a lo largo de las últimas dos semanas. Como quiera que sea, Fernández Bermejo ya no está en el Gobierno. Y, aunque Mariano Rajoy y los suyos traten de prolongar un poco más la explotación del episodio cinegético, deberían ser conscientes de que el epicentro de la crisis política (de la crisis generada por las prácticas de espionaje en la Comunidad de Madrid y por la presunta trama de corrupción conocida como Operación Gürtel) ha vuelto a situarse en su campo.
Si Rajoy no aprovecha la coyuntura para cortar unas cuantas cabezas, ni las elecciones gallegas ni las vascas le salvarán
Desde luego, no hay dos situaciones idénticas. Pero, en los anales de la derecha política española posterior al franquismo, existe un antecedente que presenta con el actual panorama del PP algunas semejanzas: me refiero al caso Naseiro. Estalló en abril de 1990, pocas semanas después de que, durante un congreso celebrado en Sevilla, José María Aznar López fuese definitivamente investido como sucesor de Manuel Fraga a todos los efectos; es decir, como líder omnímodo del refundado Partido Popular.
Fue, por tanto, una cúpula todavía no consolidada la que hubo de hacer frente a la detención del secretario de finanzas del partido, Rosendo Naseiro; a la posterior imputación de su predecesor, Ángel Sanchís, y a la salida a la luz de abundantes indicios sospechosos acerca de la posible financiación irregular del PP y de Alianza Popular. ¿Cómo? Pues por la vía del cobro de comisiones a cambio de favores inmobiliarios y concesiones de obras públicas en ayuntamientos bajo su control.
También en aquella ocasión el primer impulso de la dirección conservadora fue denunciar una maniobra, una confabulación del Gobierno socialista en connivencia con jueces y policías, para tapar el caso Juan Guerra y agostar las buenas perspectivas electorales del recién entronizado José María Aznar. Sin embargo, a la vuelta de algunas semanas hubo que aceptar las bajas de Naseiro, de Sanchís y, sobre todo, de Arturo Moreno, flamante vicesecretario de acción electoral y número cuatro del partido, a quien reemplazó... Mariano Rajoy. Es verdad -y dice mucho sobre el funcionamiento de la justicia en España- que, cuando el caso llegó a juicio en junio-julio de 1992, el Tribunal Supremo exoneró a todos los imputados, por un defecto de forma en la obtención de las pruebas. Con todo, el asunto sí tuvo consecuencias en el seno del Partido Popular: un Aznar que se sintió por momentos acorralado y desasistido dibujó, tras superar el trance, una línea roja de separación entre los leales y aquellos que no lo eran tanto, y procedió a la liquidación política de una serie de históricos demasiado independientes, como Fernando Suárez o Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón. Podría decirse que fue el PP purgado tras el caso Naseiro aquel que alcanzaría La Moncloa en 1996.
Repito que no hay dos situaciones idénticas y, a día de hoy, es aún dudoso si las gestas empresariales de Francisco Correa y sus socios tenían como objetivo alimentar las arcas del Partido Popular, además de las propias y tal vez las de algún cargo político concreto. En cambio, los escenarios de 1990 y de 2009 coinciden bastante más en otro aspecto: la fragilidad del liderazgo del PP, por primerizo entonces, por erosionado y contestado ahora. El de Mariano Rajoy sufre desde las elecciones del pasado mes de marzo el acoso cotidiano de buena parte de los medios y las tribunas de la derecha madrileña, y el boicoteo explícito o sordo de una fracción del propio partido, atrincherada en baluartes tan poderosos como la Comunidad de Madrid. Precisamente esta última circunstancia diferencia de modo radical la posición actual de Esperanza Aguirre y la de los díscolos de 1990, los cuales carecían de cualquier poder institucional y pudieron ser barridos sin contemplación alguna.
Entonces, ¿cuál es, para los inquilinos de la séptima planta de Génova 13, la salida del laberinto? Desde hace largo tiempo, el principal reproche con que se bombardea a Rajoy en todos los tonos es el de carecer de cuajo, ser un blando -un maricomplejines- y no ejercer ni su autoridad interna ni la jefatura de la oposición con suficientes energía, ni contundencia, ni mala leche. Pues bien, la actual y doble crisis de los espías y de los correas ofrece al presidente del PP una gran oportunidad de desmentirlo, de reafirmarse y hacerse respetar por propios y extraños. ¿He dicho una gran oportunidad? Rectifico: la última oportunidad.
Reelegido hace apenas medio año con un apoyo congresual del 82,7%, y después de haber obtenido la cabeza del ministro Bermejo, Mariano Rajoy se halla ahora en condiciones óptimas para abandonar la actitud defensiva de las últimas semanas y erigirse en el más firme paladín de la depuración de todas las responsabilidades internas que puedan derivarse de los escándalos en curso. Sí, ya sé que los partidos actuales son ante todo sindicatos de intereses cimentados sobre la protección mutua entre sus miembros. Pero si Rajoy no aprovecha la coyuntura para cortar unas cuantas cabezas, para poner en su sitio a los nostálgicos del aznarismo, a los secuaces de la condesa consorte, entonces ni las elecciones gallegas, ni las vascas ni las europeas le salvarán, cualquiera que sea su resultado. Si hay algo que la derecha española no tolera es a los líderes débiles.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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