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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Lágrimas gordas

Rosa Montero

Qué interesante la reacción de la gente ante el desmoronamiento emocional de Federer en el Open de Australia: se diría que sus lágrimas gustaron más que el propio partido. Por lo menos es de lo que más se habló en todos los sitios, desde las radios hasta las barras de los bares. Del llanto de Federer y del fenomenal ejemplo de elegancia que dio Rafael Nadal, ese genio del deporte y de la vida. Y lo curioso es que los comentarios más conmovedores y conmovidos fueron hechos por hombres. Daba gusto oír reivindicar las lágrimas a tantos varones. Incluso escuché decir más de una vez que el tenista lloró como un hombre. Una frase estupenda que le da la vuelta a la tradicional aridez emocional del machismo. Al detestable mito de ese Boabdil que, tras perder Granada, lloró "como una mujer lo que no supo defender como un hombre", como le dijo, según la leyenda, su propia madre. Y es que las madres, en efecto, han sido grandes transmisoras del sexismo: a menudo las víctimas, justamente por serlo, asumen sin fisuras la ideología que les oprime. En cualquier caso, esa madre de Boabdil era repelente, y puede que el rey nazarí estuviera moqueando amargamente por tener una progenitora tan insufrible, y no por la pérdida de la ciudad.

"Los machotes son una rara especie en extinción que al parecer carece de lagrimales"

De manera que Federer lloró como un hombre y redimió a Boabdil y a todos los caballeros que alguna vez soltaron un gemido y fueron condenados al infierno viril de los machotes. Los machotes son una rara especie en extinción que al parecer carece de lagrimales. Debe de ser verdaderamente difícil atravesar la vida sin poder permitirse sentir, sin emocionarse. Porque la existencia está llena de momentos acongojantes que te inundan de una pena líquida; y de instantes hermosos que te humedecen los ojos. Yo soy de llanto fácil: lloro en los cines, en los teatros, en las series de televisión y, para mi vergüenza, hasta en los anuncios. Y no sé cómo podría vivir sin ese aliviadero. ¿Cómo se las arreglan los muchos hombres que todavía intentan mantener el tipo y parecerse más a un imperturbable robot que a una persona? Tal vez la prominente nuez de Adán, ese carácter sexual secundario masculino, sea el resultado orgánico de cientos de generaciones de varones permanentemente atragantados por un nudo de lágrimas.

El empuje del feminismo y la revolución sexual de los años sesenta puso en cuestionamiento los roles tradicionales. En las últimas décadas, y de forma progresiva, los hombres han empezado a reivindicar sus emociones. Han avanzado mucho, sobre todo los más jóvenes (no es casual que Federer tenga 27 años), pero todavía hay numerosos madelman de hierro alrededor. Pobrecitos: estoy segura de que muchos se dan cuenta de que están pagando un precio exorbitante, pero no son capaces de comportarse de otro modo. Y en la mayoría de los casos creo que ya no se trata de un miedo escénico, es decir, del temor a parecer blandos o no adecuadamente masculinos, sino que es algo mucho más estructural y más profundo: nunca aprendieron a enfrentar y manejar sus emociones, de modo que los sentimientos son para ellos una terra incógnita amedrentante, un pantano de arenas movedizas en el que temen caer con sólo dar un paso. Piensan, me parece, que con permitirse una sola y pequeña emoción pueden desmoronarse.

De ahí, quizá, el entusiasmo con que tantos chicos han celebrado las lágrimas del suizo: es un ejemplo liberador. Desde luego resultaba muy conmovedor ver a ese grandullón haciendo pucheros a cara descubierta y sin ocultarse (ni siquiera bajó la cabeza), con el rostro estremecido por la congoja y esas manazas de gigante aplastando sobre las mejillas sus lágrimas gordas. Sí, lloró como un hombre, desde luego. Que es exactamente igual a como lloramos las mujeres. Y por cierto, hablando de mujeres: qué curioso que la novia de Federer, a quien las cámaras enfocaron varias veces durante el ataque de llanto del tenista, mantuviera todo el rato esa expresión de palo, con los ojos secos como el Sáhara mientras todos lagrimeábamos y una mano tapando media cara como si le diera vergüenza ver a su chico roto por las emociones; roto como se rompen los hombres, como nos rompemos las mujeres, como a veces se puede romper cualquier persona. Una actitud en apariencia poco cómplice que podría deberse a un resabio machista semejante al de la madre de Boabdil, o tal vez a que ahora algunas mujeres quieren ocupar el lugar de los machotes que se extinguen.

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