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Columna
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La magia y la innovación

El lenguaje político tiene sus fórmulas litúrgicas, sus letanías, sus rosarios. Las palabras adquieren modos rituales. Se repiten de tal modo que acaban convertidas en un mantra hipnotizante.

De entre los mantras recientes ninguno tan emblemático como I+D+i, jeroglífico extraído de alguna tumba egipcia, aunque todos esperamos que alguna nueva letra (¿I+D+i+S? ¿I+D+i+p?) dote aún de mayor fuerza al salvífico artefacto. Invertir en I+D+i tiene indudable interés. Nadie duda de su importancia. ¿Quién podría hacerlo? ¿Qué patán, qué borrachuzo podría estar en contra de innovar? Nadie levanta el dedo porque, en efecto, nadie nos pilla en ésa. Pero más allá de la necesidad de innovar, que apela a nuestro sentido del deber, a nuestra responsabilidad histórica, prácticamente a nuestro heroísmo, convendría no utilizar la fórmula con insistencia, pues corremos el riesgo de que se convierta en un fetiche verbal, algo muy triste.

Hablar de innovación supone, en el discurso público, una patente de corso. El político pronuncia la palabra mágica (innovación) y el universo adquiere conciencia de la talla de nuestro hombre; lo envuelve en un aura regeneracionista: un Joaquín Costa de la modernidad. La innovación se ha convertido en un recurso polivalente, en una eximente dialéctica y argumental. Dices innovación y te vuelves invulnerable.

Padecemos una profunda crisis económica, pero los políticos juraron un día, con fiereza socialdemócrata, que el presupuesto público puede resolvernos la vida, de modo que ahora se ven en la obligación de obrar en consecuencia. Y como hacer lo que hay que hacer resulta desagradable (hasta el punto no ya de no dar votos, sino de quitarlos a manadas) optan por una postura huidiza: reivindicarse hijos putativos de Keynes (así se reputan los diputados) y airear ante las masas el concepto innovación. ¿Habrá que abaratar el despido? No, hay que innovar. ¿Habrá que bajar los impuestos? No, hay que innovar. ¿Habrá que reducir los prepuestos? No, hay que innovar. ¿Habrá que aceptar la quiebra de empresas arruinadas? No, hay que innovar. ¿Habrán dejado nuestras empresas de ser competitivas? Bajo ningún concepto: lo que hay que hacer es innovar.

La innovación sirve para un roto y para un descosido. La innovación esquiva con donaire danzarín los dramas que nos aguardan. La innovación conjura, como el sonajero de un chamán, toda suerte de amenazas: paro, déficit público, burocracia, irresponsabilidad, falta de competitividad, saqueo del presupuesto público. En tiempo de crisis hay que tomar decisiones difíciles, ese tipo de decisiones que detestan los políticos. Pero hemos descubierto la innovación, que viene acompañada de un efecto tranquilizador, narcótico, sedante. Y es que entre tomar decisiones molestas o no hacer absolutamente nada, la política ha encontrado una prodigiosa salida de emergencia: hablar de innovación.

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