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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La elefanta está triste

Jacinto Antón

Fui al zoo a ver a la elefanta, alarmado por las noticias sobre su soledad y su riesgo de depresión. Elegí vestir algo discreto, los paquidermos a veces se molestan por detalles tan nimios como las ropas coloridas o extravagantes, aunque es verdad que al gran white hunter Stan Lawrence-Brown le salvó la vida su Borsalino cuando con el rastreador masai Longolla Lakiti les atacó un elefante que prefirió empalar y patear el sombrero del cazador. Me puse una chaqueta gruesa de cuero, tanto por el frío como para preservar mi intimidad en la primera cita: es sabido que los elefantes son capaces de detectar si has practicado el sexo en los últimos cinco días. En cambio su vista no es buena, qué cosas.

'Susi' esta sola. Acompañarla es un deber ciudadano y una ocasión para la aventura

En las taquillas (¡16 euros!) tanteé un descuento - vengo a hacer compañía a Susi"-, pero no coló; a lo mejor pensaban que era de los que quieren liberarla. Esa opción es complicada, porque, ¿adónde la llevas? En casa ya no cabe ni un bicho más. Caminé directo hacia la elefanta sin dejarme distraer por el encanto de las cebras y una frívola avestruz. Llegué hasta su recinto por la parte de abajo del scalextrix de la fauna africana. Como no había nadie fui directo al grano: "Hola, Susi, aquí estoy". No pareció impresionada. A lo mejor no alcanzaba a olerme bien. De hecho continuó con lo que estaba haciendo, agrupar meticulosamente con la trompa briznas de paja y llevárselas luego a la boca. Me lo tomé con paciencia de etólogo. Al cabo de media hora de aquel espectáculo enervante, reclamé su atención con mi imitación del rugido del leopardo en celo, que en su día ponía los pelos de punta a mis compañeros de viaje en Mashatu, Botsuana. Apoyé la acción con unos movimientos espasmódicos y gestos como de zarpazos. Precisamente entonces apareció una ristra de párvulos a los que sus señoritas hicieron circular con rapidez. Volvimos a quedarnos solos. Parecía que no había empatía, vaya. Si ella tuviera Facebook... Su instalación es muy minimalista. Una palmera y unas piedras, punto. Según mi libro de cabecera sobre los zoos, The modern Ark (Nueva York, 1977), de Vicki Croke, los especialistas consideran que los elefantes en cautividad no pueden ser menos de cinco, preferentemente de diferentes edades. Han de disponer de agua para jugar y bañarse, barro para revolcarse, arena para lanzársela sobre los lomos, rocas y árboles para rascarse, y cosas con qué distraerse. Las hembras deben tener acceso a machos para aparearse -algo en lo que no podemos sino estar de acuerdo- . Del minibar no se dice nada. El ejemplo, por lo visto, es el Jacksonville Zoo de Florida, que posee 24 elefantes y unas instalaciones que, de trasladarlas a Barcelona, obligarían a desalojar el Parlament en aras de los proboscidios.

Ensimismado en estos datos y en lo lejos que estaban de la realidad de Susi, no la vi aproximarse. De repente la tenía delante, tan cerca que podía distinguirle los pelillos bajo la barbilla, igualitos que los de las pulseras que vendían en Arusha. John Hunter ya destacaba el sigilo con el que son capaces de moverse los elefantes gracias a esas patas como pufs. Susi tiene dos pequeñas defensas recortadas -nada que ver con los legendarios colmillos de Ahmed, que pesaban 68 kilos cada uno- y una uña rota en la pata delantera izquierda. Me miraba con unos ojillos negros y profundos en los que quise leer una melancolía infinita. En el lagrimal, bajo las largas pestañas se veía una legaña blancuzca. Estuvimos largo rato así, uno frente a otro. Me pareció que por fin había surgido algo entre nosotros. Estuve tentado de cruzar el foso y masajearle la lengua con la mano, que es como saludan a los elefantes los cuidadores avezados (en EE UU han calculado que es la profesión más peligrosa, por encima de la de policía: una de cada 600 personas que trata con elefantes cautivos muere cada año; comprenderán mis precauciones). Entonces se dio la vuelta y se marchó bamboleándose, no sin antes orinar profusamente, espantando a los estorninos que escudriñaban su estiércol. Se dedicó a ignorarme los siguientes 45 minutos. Así son las chicas. Y mira que tienen memoria, las elefantas; el veterinario Jesús Fernández Morán escribe en su entretenidísimo Un doctor en el zoo (RBA, 2001) que la fallecida Alicia, a la que le practicó un lavado bronquial, aún intentaba atacarlo cinco años después.

Completamente helado, subí a la alta rampa para observar a la paquidermo solitaria al solete y sentado en un banco. Había una joven atractiva dibujando. Evalué si abordarla y soltarle aquella frase con la que Bror Blixen, el promiscuo marido de Isak Dinesen, se ligó a la guapa aviadora Beryl Markham cuando los dos trabajaban en la organización de safaris, un día que estaban solos, en tierra de elefantes y bebiendo champaña: "Querida, ¿te das cuenta?, ¿no es formidable que nos paguen por esto?". Pero yo había venido por Susi. Sólo faltaría que añadiera a sus pesares los celos. Así que permanecí impasible, consagrado un par de horas más a acompañar a la elefanta. Me marché al fin del zoo satisfecho de mi buena acción, pero dolorosamente consciente de que nadie me había echado de menos durante el tiempo que estuve con Susi, ni lo iba a hacer en toda la larga y afligida tarde.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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