El aliento del poder
Sólo hay algo más extraño que ver a un político dimitiendo de su cargo: que éste admita su culpa y pida perdón por ello. "He defraudado a mis amigos, a mi país y a nuestro sistema de gobierno. He defraudado al pueblo americano. Y tendré que llevar esa carga el resto de mi vida". Estas históricas palabras no las pronunció Richard Nixon el día de su renuncia como presidente de Estados Unidos, ante millones de televidentes, sentado en el Despacho Oval, símbolo de la democracia. Aquel día no asomó el más mínimo remordimiento. La asunción de la culpa brotó tres años después, de nuevo frente a la tele, pero esta vez entrevistado por un peso mosca del periodismo, un tal David Frost, al que había concedido una entrevista a cambio de una sustanciosa cantidad de dinero. ¿Qué llevó a Nixon a confesar su culpabilidad el día más insospechado y ante la personalidad menos indicada? ¿Qué mecanismos tiene el poder para que, cuando éste se evapora, la persona que lo ostentó necesite seguir ofreciendo clases magistrales de autoridad política e intelectual? ¿Qué tienen los focos y el objetivo de la cámara para provocar tales reacciones de nerviosismo? Éstas y otras preguntas no dejan de surgir ante una película como El desafío: Frost contra Nixon, dirigida por Ron Howard y basada en una obra teatral de Peter Morgan. Un sensacional documento histórico sobre unos días clave para la historia del periodismo y la política, que sin embargo no acaba de cuajar como la excelente película que podría haber sido, debido a las sempiternas contradicciones entre lo sucedido realmente y lo que dramáticamente puede resultar más emocionante, perturbador y plausible.
EL DESAFÍO: FROST CONTRA NIXON
Dirección: Ron Howard.
Intérpretes: Frank Langella, Michael Sheen, Sam Rockwell, Kevin Bacon.
Género: drama. EE UU, 2008.
Duración: 122 minutos.
El guionista Peter Morgan huye de la tortura del personaje negativo
Como ya hiciese en La reina (Stephen Frears, 2006), el dramaturgo y guionista británico Peter Morgan huye de la tortura del personaje presuntamente más negativo y lo acaricia para intentar encontrar su lado más humano y/o meritorio. Morgan lo consigue retratando a un animal de la política al que le gusta pavonearse, pero que anda varios escalones por encima en materia de inteligencia. Nada que ver, por tanto, con el caricaturesco retrato de Robert Altman sobre Nixon en el (de todos modos) interesantísimo monólogo cinematográfico Secret honor (1984). Mientras, por una vez, el director Howard parece no caer en su lado más banal.
Sin embargo, en la parte final del filme, cuando llega el momento cumbre, resulta mucho más interesante el hecho en sí que los resortes que llevan hasta él. Oír la respiración entrecortada del enorme Frank Langella, adivinar su aliento pútrido mientras pronuncia las palabras de condena para sí mismo, es un momento descomunal de cine, de historia. Pero tenerse que tragar, dramáticamente hablando, que la clave para la investigación estaba en una biblioteca pública al alcance de cualquiera, y que un osito de peluche como Frost acabara provocando la descarga de sinceridad de Nixon resulta, cuanto menos, discutible.
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