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Columna
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Probablemente

Aunque apoya la campaña, a Richard Dawkins no le ha gustado que figure en ella ese adverbio que me sirve de título. Él habría sido más categórico y habría enunciado de la siguiente manera el consejo que rotula unos cuantos autobuses de algunas ciudades europeas: "Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida". La inclusión del adverbio -"Probablemente, Dios no existe"- desmiente la certeza de sus promotores y se debió quizá a un gesto de deferencia para quienes piensan lo contrario o a un deseo de evitar una formulación que pudiera parecer dogmática. Las cautelas, sin embargo, sirvieron de poco en cuanto la campaña pisó tierras españolas y se topó no con la cúpula de la Iglesia Anglicana, sino con la de la Iglesia Católica española.

"Blasfemia", dice la Conferencia Episcopal; "abuso que condiciona injustamente el ejercicio de la libertad religiosa", dice el cardenal Rouco Varela. Es curioso esto de que la manifestación de una opinión se presente como atentatoria de otra que no encuentra obstáculo alguno para manifestarse. De la misma forma que los obispos piensan, y lo manifiestan, que la increencia o la secularización de las costumbres perjudica la calidad de nuestras vidas y la salud moral de nuestra sociedad, hay quienes piensan justamente lo contrario y tienen también derecho a decirlo. La supuesta "blasfemia" no puede servir para acallar una opinión, aunque los obispos tienen todo el derecho a rebatirla.

Lo bueno de esa formulación atea que se exhibe en los autobuses es que puede servir también para otras causas. Pienso que entre nosotros sería saludable que los autobuses urbanos circularan con un eslogan que dijera: "Probablemente, la identidad no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida". Que cualquier identidad sea ilusoria no es algo que se me haya ocurrido a mí. El Yo, por ejemplo, que es la identidad que se nos presenta con mayor evidencia e inmediatez, es ilusorio, pero es operativo y de gran eficacia en la vida ordinaria. Y cuando actuamos no pensamos en sus límites, ni en preservarlos, en primer lugar porque los desconocemos. Un yo encastillado es un yo que necesita remedio, y lo mismo le ocurre a cualquier identidad supuestamente colectiva y no menos ilusoria que la individual. El peligro de las identidades colectivas es que, a diferencia de las individuales, siempre tienden a encastillarse. Y a anular el "interespacio", esa diferencia que Hannah Arendt definió como constitutiva de un "mundo", mundo que sólo podría ser individual.

Hay mucho más de azucarillo disuelto en nosotros de lo que nos imaginamos, lo que no supone empobrecimiento. El yo se enriquece con lo que absorbe y transforma, no con lo que obtura. Y al fin y al cabo, señor Ibarretxe, un café con azúcar no es ya ni solo café ni solo azúcar, y, depende de lo goloso que uno sea, puede ser más azúcar que café. En esto, como en todo, es cuestión de genio y no de apriscos. Eso.

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