Viejas y nuevas historias de espías
Si hay patriotas dispuestos al martirio por el gusto de disponer de una tasa de inflación propia y diferenciada de las de sus vecinos, ¿cómo extrañarse que haya dirigentes autonómicos dispuestos a arriesgar su alma por el prurito de contar con un servicio de inteligencia propio, aunque sólo sea para espiar a los disidentes de la propia cofradía?
La cosa viene de lejos. El 22 de agosto de 1986, el entonces presidente de Telefónica, Luis Solana, informó a Carlos Garaikoetxea de que el teléfono de su domicilio en Zarautz había sido objeto de un pinchazo. El momento era propicio a toda clase de conjeturas, dada la ruptura latente entre los sectores del PNV que encabezaban Arzalluz, por un lado, y el propio Garaikoetxea, por otro. En declaraciones que recogía EL PAÍS un día después, el ex lehendakari (había dimitido a finales de diciembre) insinuaba claramente que el pinchazo era obra de servicios dependientes de la Consejería de Interior del Gobierno vasco: de "neófitos que empiezan a utilizar los resortes del poder recientemente adquirido". Su hombre de confianza, Markel Izagirre, señalaba que "este Watergate tendrá su Nixon".
Un rasgo común es la sensación de impunidad que proporciona la concentración de poder
La reacción de los así aludidos fue la más rotunda negativa, seguida por insinuaciones de que podía ser un montaje del propio Garaikoetxea. Apoyándose en la información de Solana de que el pinchazo era "una chapuza elemental", Arzalluz escribió que las circunstancias "hacen pensar en algo hecho para ser descubierto (...) en el más puro estilo de quien lanza la piedra, descalabra al vecino y se pone él mismo la venda". (Deia, 24-8-1986). El entonces portavoz del PNV, Xabier Aguirre, opinaba en el mismo diario que lo que se pretendía por parte del "sector crítico" era "que Garaikoetxea aparezca una vez más como víctima propiciatoria, un papel que sabe interpretar magistralmente".
Sin embargo, la investigación judicial abierta tras las denuncias presentadas permitió identificar a los autores del pinchazo: dos agentes de la Ertzaintza y el jefe de la Red de Comunicaciones del Gobierno vasco, los cuales, según el sumario, tras presentarse en la subestación de Telefónica en Zarautz con una autorización judicial para intervenir el teléfono de un supuesto narcotraficante, realizaron la conexión entre el del ex lehendakari y el de otro domicilio; en teoría, el lugar desde el que se proponían realizar las escuchas, aunque se confundieron (por una cifra) en el número, y la conexión se produjo con la casa de un vecino ajeno al asunto, lo que provocó los cruces de conversaciones que alertaron a Garaikoetxea y le hicieron reclamar a Telefónica.
La reacción inmediata de los tres imputados fue anunciar una querella criminal contra Garaikoetxea y su abogado por lo que consideraron atentado a su honor. Pero para cuando se celebró el juicio, en abril de 1991, uno de los dos ertzainas había confesado los hechos y declarado que el consejero del Interior estaba al tanto. Finalmente, fueron juzgadas seis personas: las tres que montaron el dispositivo más el consejero, un sargento de la Ertzaintza (que sería posteriormente asesinado por ETA) y un ex miembro de ETA conocido por el alias de El Cabra, que figuraba como asesor del departamento de Interior y era quien había alquilado el piso desde el que se pensaban realizar las escuchas.
En su libro de Memorias políticas (Planeta, 2002), recuerda Garaikoetxea la psicosis de escuchas que se vivía en los días en que se detectó el pinchazo. El año anterior se había producido el escándalo del espionaje policial a partidos políticos. EL PAÍS publicó informes sobre acuerdos de la dirección de AP llegados a la Brigada de Interior antes de que se hicieran públicos, sobre comentarios privados del presidente del Gobierno, Felipe González, o de Jordi Pujol, etc. Aunque el contenido de la mayoría de esos informes era banal, algunos incluían datos susceptibles de aprovechamiento político por partidos rivales. La Dirección General de la Policía amenazó con querellarse contra los periodistas que habían destapado el asunto. El PSOE, con mayoría absoluta en la Cámara, impidió que se crease una comisión de investigación, y la causa abierta ante los tribunales tras querellas de AP y el PCE acabó siendo archivada en 1989.
No es difícil identificar elementos compartidos en mayor o menor medida entre estos antecedentes y lo que ahora hierve en la Comunidad de Madrid: concentración de poder en un partido, lo que crea sensación de impunidad; obsesión por el complot, que lleva a adelantarse a descubrir enemigos internos; el órgano crea la función: los departamentos de inteligencia, la necesidad de espiar; y nunca faltan subordinados dispuestos a complacer a sus jefes pasándoles dossiers personales de sus rivales; la enérgica negativa de los hechos (con amenaza de querellas) deja paso a la afirmación de que ellos los desconocían; y a insinuaciones de que es un montaje de los espiados o del mensajero.
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