El riñón
"Cuesta un riñón". Ésa es la frase que nos brinda el repertorio castizo para referirnos a algo que sale carísimo. El valor de lo caro ha dependido siempre del bolsillo de quien pronuncie la frase. Ahora, los americanos, siempre más resolutivos, le han puesto precio al órgano: millón y medio de dólares. Todo ha venido por un suceso tragicómico (¡otra TV movie en curso!) que ha merecido artículos, chistosos o sesudos, como el que ha escrito una tal doctora Satel, llamado Cuando el altruismo no es suficiente. La cosa se remonta a hace siete años, cuando un doctor acomodado de Long Island, Richard Batista, decide donar un riñón para salvarle la vida a su adorada esposa. El matrimonio supera el trance con felicidad aparente, hasta que el pobre donante Batista descubre que su señora se la está pegando con el médico que la trató durante la convalecencia. Descubierta la infidelidad, la maquinaria del divorcio se pone en marcha. Está claro que un caso así, en manos de los retorcidísimos abogados americanos, es un pastelito.
El abogado de Batista exige a la alegre señora (porque ya hay que tener alegría en el cuerpo para liarte con alguien en ese trance) que, o bien a su cliente se le devuelva su riñón o bien se le compense con lo que, al parecer, debe valer dicho órgano en un presunto mercado de riñones: millón y medio de dólares. El abogado aduce, para defender la petición de Batista, que la donación fue fruto del amor mutuo, de un amor que se suponía para toda la vida, pero que no debía haber tanto amor por parte de la receptora cuando casi no esperó ni a poner un pie en la calle para liarse con el que tenía más a mano. Esto ha abierto un debate. Entiendo que no es tarea mía resolver este dilema moral, pero dado el tono de la columna, adivinen ustedes cuál de los dos cuenta con todas mis simpatías.
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