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El sueño de Juan Benet

Julio Llamazares

Conocí a Juan Benet ya en sus últimos años, cuando el ingeniero y escritor paseaba su prestigio por Madrid después de décadas ignorado por una crítica literaria anclada en el realismo y por su propia actividad como ingeniero, que le llevó a pasar largas temporadas lejos de la capital. Por los primeros años ochenta, época a la que me refiero, Benet había impuesto su opción estética y narrativa y, aun cuando no fuera un autor popular, cosa que era imposible dadas sus características, gozaba de un gran prestigio que él se encargaba de subrayar con su aire displicente de escritor anglosajón (o de general sudista, como dijo creo que Manuel Vicent) y su carácter provocador, que mucha gente tomaba por arrogancia. Doy fe, aunque nunca disfruté de su amistad, de que, detrás de esa careta de hombre híspido y soberbio, inteligente pero distante, se ocultaba una persona muy diferente, quizá un sentimental avergonzado de reconocerlo, bien es verdad que mi relación con él se vio influida desde el principio por el hecho nada común de que una de sus obras como ingeniero, el embalse del río Porma, en la provincia de León, supusiera la desaparición del pueblo en el que yo nací, cuestión que le hacía dirigirse a mí con cierto recelo, como si supusiera que yo le odiaría por ello, pero también con curiosidad. Al fin y al cabo, yo era un regionato vivo, esto es, un habitante del territorio que él había imaginado en sus ficciones al modo en que William Faulkner, su maestro literario, imaginó en las suyas Yoknapatawpha, y que se inspiraba precisamente en el de mi región natal.

La interconexión de ríos preconizada por el escritor choca con la insolidaridad de las autonomías

Aparte de algunas copas y de alguna conversación nocturna en los bares madrileños que los dos frecuentábamos por entonces, él con cincuenta y muchos años ya y yo sin cumplir los 30, apenas tuvimos más relación, salvedad hecha de una entrevista que le hice para la televisión, pero, a pesar de ello, siempre sentí por él una simpatía que me gustaría pensar que fue mutua, pese a que polemizamos más de una vez, verbalmente y en la prensa, por nuestras diferentes opiniones sobre el cierre de la presa de Riaño, que él defendía, lógicamente, y a la que yo me oponía por convicción, pero también por mi biografía.

Todo ello no me impidió compartir, no obstante, su visión idealizada de un país que él imaginaba otro si, como preconizaba, se pudiera irrigar completamente a base de interconectar sus ríos, llevando el agua sobrante de las regiones lluviosas del norte peninsular hasta las más resecas del sur y el este. Algo así como un sistema de transfusiones monumental que permitiría que el agua, como la sangre en el cuerpo humano, llegara a todos los puntos de la geografía española.

Benet murió con su sueño intacto, pero de vez en cuando alguien lo trae a colación, especialmente cuando las prolongadas sequías acentúan la necesidad que España tiene de una planificación hidrológica. Me temo, sin embargo, que hoy todavía menos que entonces el sueño de Benet podría verse realizado, a la vista de la insolidaridad regional que el Estado de las Autonomías ha introducido en este país, por más que nuestros políticos insistan en lo contrario. Cuando los Estatutos de muchas autonomías se reservan la gestión de sus ríos y afluentes, incluso cuando éstos trascienden sus fronteras, y cuando hasta las provincias y las comarcas defienden su propiedad sobre ellos ("¡El agua es nuestra!", proclaman los regantes de León para evitar que parte de la del Esla vaya a regar comarcas de las vecinas provincias de Palencia o de Zamora, mientras que los catalanes hacen lo propio cuando exigen al Gobierno el trasvase del río Ebro a Barcelona a la vez que se niegan a ceder agua de éste a las regiones de más abajo al grito de "L'Ebre és nostre"), es imposible pensar que una explotación del agua común e igual para todos será posible en nuestro país, como lo es la de cualquier otra riqueza o beneficio. Basta asistir al debate sobre la financiación autonómica que está teniendo lugar actualmente para entender que la solidaridad en España ya es un mito.

Así las cosas, uno vuelve la mirada hacia el pasado, al tiempo en el que creía que las autonomías eran un avance, una manera de desarrollarnos todos, cada uno según su idiosincrasia y su cultura, pero desde la solidaridad común, y se arrepiente de haberlo pensado tan siquiera. Perteneciendo como pertenezco a una región olvidada, a un lugar sacrificado tantas veces en aras del "bien común", no puedo menos que compartir la sentencia de un vecino de mi pueblo, ese que Juan Benet borró del paisaje, cuando decía que, cada vez que oía hablar de solidaridad, le daban ganas de salir corriendo.

Julio Llamazares es escritor.

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