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Columna
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Contra el pesimismo cultural

Josep Ramoneda

- 1. Atraído por su éxito, me he leído uno de los libros de Stieg Larsson: Los hombres que no amaban las mujeres. Siempre me ha intrigado cómo se convierte en best seller una novela que no estaba destinada a serlo. La editorial española pagó una miseria como anticipo del primer libro, porque nadie preveía el éxito póstumo de este autor sueco. En tiempos poco dados a la lectura, es difícil de entender que un libro de más de 600 páginas y lento en la ejecución de los tiempos del relato haya atraído tantos lectores. La intriga que lo articula es potente, con las dosis necesarias de imprevisión en el desenlace. Sin embargo, la resolución del caso, apoyada en la omnipotencia de los hackers, sonrojaría a cualquier detective de la novela negra clásica. La escritura es clara y eficaz, sin filigranas metafóricas ni ejercicios conceptuales. Pero las descripciones son largas y minuciosas hasta el punto de que en algún momento se podría pensar en una novela del siglo XIX. Sin embargo, es una novela para ciudadanos impregnados de la cultura audiovisual. Para mí, el secreto de Larsson está en que sus descripciones se traducen automáticamente en imágenes de serie televisiva. El imaginario al que apela, los frames que excita, no son literarios, son audiovisuales. Así atrapa al gran público.

Cataluña ganará peso y se podrá avanzar si tenemos capacidad de interpretar un país distinto y darle perspectiva de futuro

La otra parte del éxito viene de la capacidad del autor de convertir en arquetipos universales -la Salander tiene mucha enjundia- a los protagonistas de una historia aparentemente local, de un país poco céntrico como Suecia. Un lunes por la noche, estaba metido en el libro del Larsson cuando TV-3 puso Ventdelplà. La comparación era apabullante. La distancia entre lo universal y lo idiosincrásico se hizo evidencia ante mis ojos. Salta a la vista que los personajes del serial catalán tienen algo de ñoños y de autorreferenciales que limita enormemente su potencial proyección. A nadie puede sorprender que a estas series les cueste tanto triunfar fuera del país. Están hechas desde, por y para Cataluña. Exactamente lo contrario de los personajes de Larsson, que cualquier lector de lugares y culturas muy diferentes puede hacerlos perfectamente suyos. ¿Por qué es relevante esta diferencia? Porque es la expresión del déficit de autoestima que Cataluña tiene y que da para tanto pesimismo y tanto discurso de la derrota permanente, quizá el único placer perverso que este país se permite sin que sea pecado. Si pensáramos un poco más hacia fuera, probablemente nuestra particular cuota de humanidad se revelará en una clave más universal y, con ello, dejaríamos de ver como sospechosos a los que ven el país con optimismo.

- 2. He leído en la prensa que Quim Monzó ha dicho que el país "tal como lo conocemos está desapareciendo". Quim Monzó es de los escritores que ha creado caracteres no idiosincrásicos, capaces de andar por sí solos por el mundo, por lo cual siempre merece la pena escucharle. Pero me desconcierta su afirmación tanto si es la expresión de una sorpresa como si lo es de cierta melancolía. No sé si el país "que conocemos" Monzó y yo es el mismo, porque a veces la posición desde la que se mira cambia la percepción de las cosas. Pero un escritor tan pendiente de la vida -de la experiencia como constitutiva de las personas- no debería sorprenderse de que el país cambie. Salvo que crea que Cataluña es una realidad sobrenatural o sobrepersonal, una entelequia más allá de los habitantes que le dan vida. Para mí los países son lo que son los ciudadanos que los pueblan, con todas las experiencias, marcas y señales que llevan incorporadas. Y en este sentido, Cataluña ha cambiado mucho y siempre. Basta ver el paisaje humano para darse cuenta de que es muy distinto del paisaje del tardofranquismo y de la transición, como éste era muy distinto del de la República. No, aquel mundo no volverá. La gracia de los países es que evolucionan, son paradigmas abiertos en transformación permanente. Y forma parte de su fuerza la capacidad de interpretar y optimizar los cambios.Quizá tanto el pesimismo como la tendencia a ahogarse en lo idiosincrásico tan propios de Cataluña, tengan que ver con las lecturas del cambio. El discurso recurrente sobre la pérdida de peso del país y la baja calidad de la política son manifestaciones de una reacción perpleja frente a la novedad, propia de un país en falta (una potencia nacional que no ha conseguido convertirse en acto, es decir, en Estado) que algunos pretenden apuntalar fijando una idea de referencia ("el país que conocemos"), que inevitablemente se les escapa de las manos. Y así pasan desapercibidos éxitos indudables como, por ejemplo, que a pesar de las dificultades, el catalán se esté consolidando como lengua de estatus. No es desde la melancolía de una arcadia desaparecida que Cataluña va a ganar peso y potencia y que la política catalana se regenerará. Es desde la capacidad de interpretar un país distinto y darle perspectiva de futuro desde donde se podrá avanzar.Ahora que hay tantos voluntarios para parafrasear discursos de Obama, no estaría de más que éstos tuvieran en cuenta que el objetivo principal del nuevo presidente americano no es preservar las contradicciones fundacionales de Estados Unidos, sino, como ha explicado Timothy Garton Ash, preparar un nuevo paradigma de diversidad étnica que me atrevería a calificar como completamente opuesto al principio multiculturalista. Es decir, no se trata de restaurar unos Estados Unidos míticos, sino de utilizar el carácter casi sagrado que allí se confiere a los principios constitucionales para sentar las bases de un país distinto, porque distintas son las personas que lo habitan y distinto es, sobre todo, el reparto de derechos. Si a ello añadimos dos advertencias de Obama: "ha llegado la hora de dejar de un lado las cosas infantiles" y "el periodo del inmovilismo ha terminado", no hay tiempo para la melancolía. Es la hora de la exigencia, después de la apoteosis de la cultura de la inocencia. Y la exigencia quiere decir revisar nuestros propios lugares comunes, nuestras ideas recibidas, aquellas que, de pronto, nos damos cuenta de que configuraban un país que conocíamos bien, pero que ya no está. Sólo con el ejercicio de someter a la crítica las ideas recibidas ya hay bastante trabajo por delante. Y es con tareas de este tipo cuando se rompe el pesimismo y la melancolía. Ir dando vueltas a la noria seguro que no nos lleva a ninguna parte.

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