Responsabilidad viene de responder
La responsabilidad política nunca fue una flor que abundara en nuestro paisaje, pero en los últimos años se ha convertido en una especie en peligro de extinción. Sin embargo, nunca como en los meses pasados se ha hablado tanto en Euskadi de este concepto esquivo, de difícil definición y aún más esforzada conjugación, que remite a la exigencia democrática de que una autoridad, un cargo público, asuma públicamente las consecuencias de sus acciones. O de su inacción, en la mayoría de los casos. La vigencia de este principio es un indicador infalible de la calidad moral de un sistema político. Porque la responsabilidad política no está regulada por leyes ni códigos, sino que se mueve en el ámbito impreciso de las convicciones personales y la moral pública.
Al político le resulta más fácil pedir disculpas que reconocer su error
Tres comisiones de investigación parlamentarias, tres, han coincidido en el breve espacio de unos meses. En el Parlamento vasco, las referidas al desfalco cometido en el Museo Guggenheim por su ex director financiero y la pérdida de más de 6 millones de euros en una estrafalaria operación con divisas, así como al desastre del Museo Balenciaga en Getaria. En las Juntas Generales de Guipúzcoa, la indagación se ha centrado en el expolio sufrido por la Hacienda foral por parte de una trama presuntamente encabezada por el que fue el jefe de la oficina tributaria de Irún. Los tres episodios se encuentran también bajo investigación judicial y, aparte de las medidas cautelares adoptadas en el último caso, todavía no se ha pronunciado una condena sobre los imputados. Lo sorprendente es que, pese a que las comisiones investigadoras han terminado su trabajo y aprobado ya sus conclusiones, ninguno de los cargos públicos afectados haya admitido de forma sustancial responsabilidad alguna respecto a lo sucedido.
No se trata de que no haya habido dimisiones, que no se han dado. Una concepción simplista de la responsabilidad política tiende a confundirla con el cese voluntario del dirigente concernido, cuando la salida del cargo resulta sólo una posibilidad, sobre todo en los casos más graves y de mayor repercusión pública. Pero no es la única ni, en ocasiones, la más auténtica forma de hacer frente a las consecuencias de las decisiones tomadas o evitadas por esa persona o el personal a su cargo. Se trata, sobre todo, de dar cuenta pública del uso hecho del poder que se ha recibido, de explicar porqué las cosas se han hecho o han salido mal, de pedir disculpas por lo sucedido y asumir los resultados.
Para eso no hace falta esperar a que concluyan sus trabajos las comisiones de encuesta, cuya tarea debería orientarse preferentemente a establecer pautas y mecanismos que eviten la repetición de las situaciones investigadas. Sin embargo, lo que se ha producido en las tres comisiones ha sido la imputación de responsabilidades políticas, pero no ha habido asunción de las mismas por parte de los cargos señalados. Seguramente era ilusorio esperar que se produjera ahora, en víspera de la llamada a las urnas, cuando no se dio en el momento en que conocieron los episodios cuestionados. Pero hubiera sido deseable que, dado que ni antes ni después se admitió que se cometieron errores, se evitaran cuando menos las manifestaciones de desagravio y respaldo institucional a los cargos involucrados. Si Miren Azkarate debió cesar como consejera de Cultura o Juan Ignacio Vidarte dejar la dirección del Museo Guggenheim por los fallos puestos de relieve en su gestión es algo que corresponde a su conciencia y a la voluntad de quienes tienen la facultad de decidirlo. No obstante, entre dejar el cargo y la negativa rotunda a aceptar cualquier tipo de responsabilidad existe un amplio terreno que nuestros políticos se niegan a explorar.
Una de los efectos más perversos de una política cada vez más enfocada a los medios de comunicación es haber convertido en tabú el reconocimiento del error, ya sea por no prevenir las consecuencias de una nevada o por haber iniciado una guerra ilegal bajo una premisa -la existencia de armas de destrucción masiva- que se reveló absolutamente falsa. Por seguir la propuesta de Max Weber, la ética de la convicción se ha impuesto a la ética de la responsabilidad entre nosotros. Pero la bondad de las intenciones, el deseo de conseguir un fin virtuoso, no exime de valorar las consecuencias reales de los actos ni los limpia finalmente.
A la postre, y con tal de no dar munición al adversario, el político aparece como un personaje vacunado contra la equivocación. Le resulta más sencillo pedir disculpas por lo sucedido -perdón, incluso-, que admitir que eso ocurrió por un error o una imprevisión suya o de las personas bajo su mando, y explicar llanamente a los ciudadanos los porqués de los fallos. Puede entenderse que al pedir excusas, y más cuando se deja el cargo, se acepta implícitamente el yerro. Pero suele suceder que el exótico entre nosotros "me equivoqué" (casi siempre en condicional), y hasta la más rara dimisión de un cargo público, representan una forma de zafarse de la responsabilidad política, de evitar con una disculpa o un portazo la exigencia de responder ante los administrados sobre cómo se ejerció el poder recibido.
La responsabilidad política es algo más sutil, profundo y permanente que la rendición de cuentas cuatrienal ante los electores. Sería bueno tenerlo en cuenta ahora que en Euskadi el contador del futuro se pone a cero.
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