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Columna
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Servidumbre

Veo que cada vez se critica más el acento andaluz de la ministra Magdalena Álvarez, acento que a mí, particularmente, no me molesta. Es más, me agrada, y la ministra misma, al margen de los aciertos y desaciertos de su gestión, me parece una mujer garbosa. Me la imagino pronunciando la zeta y no sabría si dice siervo o ciervo cuando dice eso que dice. También en mi niñez, aquí en vasquilandia, conocí a personas ya muy mayores que no acertaban a pronunciar la zeta cuando hablaban en castellano y decían sapato en vez de zapato. Eran euskaldunes de pura cepa y quizá sea su recuerdo el que haga que me resulte simpático el seseo de la ministra y el de los andaluces en general.

El lehendakari Ibarretxe tiene el castellano como lengua no materna y es euskaldunberri, pero se ha acogido a su lengua materna sobrevenida con tanto fervor y está tan entusiasmado con sus ancestros milenarios que me pregunto si no habrá asumido el seseo de nuestros bisabuelos como prueba última de autenticidad. El pasado domingo oí que decía, justo en la patria de mi infancia, que él no era siervo de España ni siervo de ETA. Pensé que tal vez seseaba y que lo que estaba queriendo decir era que él no era ciervo de España ni ciervo de ETA, y deduje que era un hombre afortunado y le deseé que siguiera teniendo tanta suerte.

Aquí no hay siervos, señor 'lehendakari', pero sí servidores, y usted es el primero de ellos

Dejaremos de momento de hablar de siervos y definiremos al ciervo como un hermoso animal de cacería. Aquí, entre nosotros, siervos no hay, que yo sepa, pero ciervos hay unos cuantos. Se calculan por decenas de miles los ciervos del país y me alegro de que el lehendakari no sea, al parecer, uno de ellos. Son ciervos de ETA, y los hay perseguidos y los hay abatidos. Se trata de una caza prohibida en el país, pero debe de ser un deporte muy lucrativo, dado el número de cazadores furtivos y el número de piezas cobradas. En cuanto a los ciervos de España, no tengo noticia de que los haya, aunque es posible que los batasunos me lleven la contraria y me repliquen en su jerga que el Estado opresor también los caza a ellos. De todos modos, me alegro igualmente de que el lehendakari tampoco sea, al parecer, ciervo de España, pese a que no deja de ser chocante, o quizá resulte sintomático, que sea tan poco ciervo en un lugar repleto de ellos.

Ni ciervo de aquí ni ciervo de allá, situado en el fiel de la balanza, el lehendakari hace su habitual ejercicio de equidistancia, que es en realidad una alevosa pirueta política y un insulto para los ciervos. Permítanme, sin embargo, que eluda por manido lo de la equidistancia y me quede con el dato de que el lehendakari no es siervo de nadie. No nos cabía duda de ello y lo asombroso es que saque a relucir ese término. Forma parte de su habitual operación de desenfoque de la realidad para sustituirla por sus sueños, si no por la somnolencia general. Aquí no hay siervos, señor lehendakari, pero sí servidores, y usted es el primero de ellos. Y es usted un servidor del Estado, mal que le pese, de ahí que resulte patético que lo sitúe al mismo nivel que una banda terrorista en su particular viaje por las brumas de una rebeldía de guatiné. Si confunde usted el servicio con la servidumbre, si es incapaz de distinguirlos, lo más apropiado es que abandone su cargo. Y de nada sirve que alegue usted que al que sirve es al Pueblo Vasco, porque también ha hecho de éste una figura de fábula, una abstracción feérica en un país de ciervos, de cuya manada usted, al parecer, no forma parte.

Su Pueblo Vasco es un país desgarrado, cansado e incapaz de mirar ya a otro sitio que no sea su propio olvido, y usted no ha sido capaz de suturar sus heridas. Sus presuntas soluciones no han sido más que problemas añadidos en un país de las maravillas que ignoraba el país real, que es un país dolorido. Su última fórmula de saldo parece ser la invocación al diálogo. ¿Qué lamento puede lanzar un ciervo ante el cazador que lo acecha? El del dolor, señor lehendakari. ¿Y cuál es el lenguaje del cazador? Esa es nuestra cervidumbre, señor Ibarretxe, la que usted en diez años ha sido incapaz de comprender.

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