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Columna
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Abusicas

Nadie duda de la potencia del Ejército de Israel, ni de su atroz determinación para el exterminio del enemigo, alardeando de un convencimiento casi inhumano cuya eficacia envidiaría hasta el mismo Himmler. Pero en su reiterada demostración reside precisamente su extremada vulnerabilidad política. Es cierto que Hamás, en la famosa franja de Gaza, tiene muchas más cosas que hacer que provocar a su vecino con el lanzamiento de cohetitos casi falleros, pero lo peor es la necesidad perpetua de unos y otros de demostrar que existen todavía pese a todo. La masacre de Gaza no resolverá nada, porque, como decía Neruda respecto de una situación en algo comparable, "de cada niño muerto nace un fusil sin ojos que os buscará un día el sitio del corazón". ¿Que Hamás usa a los niños como escudos protectores? Razón de más, caso de ser cierto, para abstenerse de liquidarlos. El problema es que por cada militante de postín de Hamás que Israel consiga liquidar en esta estremecedora ofensiva brotarán miles de vidas destrozadas dispuestas a perpetuar el sacrificio, a sobrevivir con el único objetivo de demostrar para nada su resuelta determinación por el atajo violento.

Esta cháchara de columnista más o menos irritado no sirve para mucho, bien lo sé, pero me gustaría señalar que la letra pequeña de ese feroz impulso exterminador se conocerá en todos sus detalles, como suele ocurrir, algo más tarde. Iremos sabiendo poco a poco de los sucesos más atroces subsumidos en esa arbitrariedad enloquecida. Nos dirán del hospital que fue evacuado para evitar el anunciado bombardeo, cuyos pacientes fueron asesinados por la artillería israelí, no vaya a ser que alguno de los agonizantes fuera militante de Hamás o deseará serlo en un futuro próximo. Contarán el heroísmo de los médicos y de sus asistentes forzados a elegir a ciegas la gravedad de los casos que debían atender a fin de que no muriera desangrada tanta gente. Mostrarán la imagen de una madre sentada entre los escombros que ha desistido de encontrar los cuerpos de sus pequeños muertos. Pero todo eso y bastante más vendrá después, cuando la ofensiva de ahora cese (hasta la próxima) y durante un par de semanas los reporteros de internacional ofrezcan todavía los últimos coletazos del asunto.

Después está la maldita guerra psicológica, en la que reporteros y columnistas juegan un papel de primer orden. André Glucksmann, por ejemplo, que ya hizo de guerrillero mochilero en Afganistán contra la invasión soviética, sin saber que estaba trabajando para los talibanes teledirigidos por Estados Unidos, da en hacer finas distinciones (a favor de Israel, naturalmente) sobre si en la respuesta guerrera hay desproporción o no, ya que cada contendiente echa mano de lo que tiene, y asegurando que no se trata de una guerra para conseguir que las reglas se respeten sino para fijarlas. Cabe decir que Israel no ha hecho otra cosa desde su fundación, eso por lo menos. Y aún así habría que añadir que no hay regla digna de ese nombre que aspire seriamente a ser respetada si se impone por semejantes medios.

Hay que decir también que tanto en algunas ciudades españolas como en otras europeas multitud de personas se han echado a la calle en solidaridad con Gaza. Algunas tocándose con atuendos de la tradición palestina. La consigna Todos somos palestinos es una falacia más de esos bienpensantes a distancia que después fichan en la oficina de nueve a cinco y disfrutan de vacaciones y pagas extra. Y tampoco es eso. Me parece.

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