Críos nuestros
Cuando escribo esto, aún falta una semana para que el Real Madrid juegue contra el Barcelona. Hace unos años gané una porra en un diario barcelonés, aunque no me dieron nada por ello: fui el único que acertó que el Madrid perdería 0-3 ante su eterno rival, en Chamartín. No sé si este año se me solicitará otro pronóstico para el Camp Nou, pero, si así fuera, me temo que tendría que vaticinar un 5-0 a favor del Barça. Cuando ustedes lean esto el resultado ya será viejo, y nada desearía tanto como haberme equivocado. Pero mi equipo está tan desastroso, y el contrario juega tan bien últimamente, que casi ningún merengue puede escapar ahora mismo al pesimismo más absoluto. Si el Numancia y el Málaga (dos recién ascendidos) nos han metido tres goles cada uno, y el Real Unión (un Segunda B) seis en dos partidos de Copa, en realidad creo que me quedo corto con ese 5-0 por parte de Messi, Eto'o, Xavi y compañía.
Algo muy grave pasa en el Madrid, y va más allá de las actuales circunstancias. El equipo ha ganado las últimas dos Ligas, lo cual debería tener a la afición contenta y confiada, e incluso en la idea de que se ha iniciado un ciclo bueno que podría traer más títulos. Nada de esto sucede, sin embargo, y no creo que haya en la historia muchos precedentes de equipos triunfantes deprimidos y atemorizados. A los viejos madridistas nunca nos ha bastado con ganar sin más, menos aún de manera injusta o inmerecida. Chamartín es un estadio en el que se silba a los jugadores propios con el resultado a favor, si lo hacen mal, y en el que se aplaude a los rivales cuando han demostrado ser mejores (hace poco a Del Piero, antes a Ronaldinho o al Ajax al completo, hay muchos casos). Es también un lugar en el que se tiene poca paciencia con los futbolistas verdaderamente "nuestros", es decir, de la cantera, y buena prueba de ello son los mil años que le ha costado a Guti, el de mayor calidad de la plantilla, ser aceptado y considerado imprescindible. Pero a la vez es un sitio en el que se necesitan esos jugadores "nuestros". El Madrid ha combinado siempre grandes astros extranjeros con excelentes productos de la casa, y cuando éstos han sido la base del equipo ha habido un suplemento de incondicionalidad por parte de los aficionados, a los que no se engaña fácilmente: un club no es admirable porque disponga de dinero para comprar a las estrellas foráneas de turno; lo es también porque tiene ojo, porque sabe ver las posibilidades de niños y adolescentes y los cuida, los prepara y los lanza. Ahora se rememora a la Quinta del Buitre, al cumplirse veinticinco años de su aparición. Durante el tiempo en que el esqueleto del Madrid fueron Chendo, Sanchis, Martín Vázquez, Míchel y Butragueño, los madridistas los adoraron y los apoyaron más que nunca. No sólo porque fueran magníficos futbolistas y renovaran y alegraran el panorama, sino porque eran "nuestros críos" y deseábamos que triunfaran personalmente, además de para el equipo. Eso en cuanto a los adultos. Los niños se reconocían en ellos y veían posible emularlos.
En el fútbol actual se olvida demasiado a menudo el elemento de sentimentalidad que es consustancial a este deporte. Si quien es del Madrid, del Barça, del Atleti o del Bilbao no deja de serlo nunca, es en gran medida porque lleva la vida entera sintiendo que quienes saltan al campo son no "los nuestros", pero sí "nuestros", por nacimiento, formación o adopción. Y no se adopta a cualquiera venido de fuera, no es tan sencillo. En tiempos recientes nunca se sintió como "nuestros" a Figo ni a Ronaldo ni a Robinho ni casi a Beckham, ni desde luego a Mijatovic (que no se entiende a santo de qué ha adquirido tanto poder en el actual esquema del club, y encima para mal ejercerlo). Algo más a Laudrup, a Zidane y antes a Valdano, a los que, por así decir, se reconoció en seguida como propios. Depende de muchos factores, de la manera de ser, del estilo futbolístico, hasta de caer en gracia. Pero todos estaban arropados por muchachos aún jóvenes que en verdad eran de casa: Raúl, Guti y Casillas, últimamente. Los tres siguen en activo, pero los dos primeros ya divisan su retirada. Y mientras el Barça mantiene ese hilo vital de la continuidad e incorpora a canteranos todas las temporadas, el Madrid ha dejado marchar desde a Urzaiz y Eto'o hace años hasta a Mata, Negredo, Granero, Parejo y De la Red ahora (recomprado este último a golpe de talonario), que destacan en sus respectivos Valencia, Almería, Getafe y Queen's Park Rangers, un Segunda División inglés en el que se foguea absurdamente el favorito de Di Stéfano -que no suele regalar elogios-, en vez de estar aquí en danza. En contra de la leyenda, los madridistas no nos conformamos con los extranjeros (menos aún si son tan horribles como Diarra o Drenthe): junto a Di Stéfano y Puskas tuvimos a Marquitos, Santisteban, Zárraga y Gento; y antes de Stielike, Breitner y Netzer tuvimos a Pirri, Serena, Grosso y el incomparable Velázquez. La mezcla ha sido esencial, como lo ha sido para cualquier club de verdadera altura. No creo que aquí nos sirviera el modelo Chelsea, Inter o Arsenal, en los que apenas hay jugadores locales. El Madrid ha sido otra cosa, y siempre hemos tenido sobre la hierba "críos nuestros". Si Mijatovic o Schuster no lo entienden, más vale que se vayan (postdata: el segundo ya se ha ido). Y si es el Presidente Calderón el obtuso, que abandone, con mayor motivo. Y ya que Del Bosque está ocupado, ojalá vuelva Valdano.
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