¡Ay de los vencidos!
La semana pasada, como desde hace tiempo, se manifestaron en Alicante los familiares de personas dependientes -en su mayoría ancianas- por el retraso de la Consejería de Bienestar Social en cursar los expedientes para disponer de las ayudas del Gobierno. Para la crónica política se trata de un episodio más de la batalla partidista que enfrenta a unos y a otros. Para la crónica social, de una moratoria que castiga cruel, gratuita y obscenamente a las personas dependientes y a sus familias. Esta sociedad -más de socios mafiosos, enfangados en algún oscuro negocio, que de otra cosa- condena a todo el que no puede pagar la hipoteca a la extinción. A los jóvenes, a los que ha incitado a emborracharse y a ponerse ciegos de droga, pero a los que luego es incapaz de ofertar un puesto de trabajo. A los adultos, a los que llena de objetos de consumo, sin que se den cuenta de que cada uno arrastra un eslabón más de su pesada cadena deudora. A los cincuentones, a los que prejubila después de estrujarlos a conciencia, con el argumento de que ya tienen el Imserso para entretenerse. A los dependientes y, singularmente, a los de la tercera edad, a los que ve como trastos inútiles, restos de un naufragio generacional que empuercan la placidez de las playas con sus achaques, su cháchara repetitiva y su mirada perdida en el vacío.
Dicen que la marea de ancianos dependientes en España es una consecuencia de la inversión de la pirámide poblacional y del envejecimiento de la población. Evidentemente. Pero cualquiera que esté acostumbrado a viajar por Europa (no hablo de los turistas, que solo visitan el centro monumental de las ciudades) sabe que en Liverpool, en Mannheim, en Ancona o en Toulouse no se ven tantas personas mayores en silla de ruedas o andando penosamente acompañadas de un inmigrante. Y no es porque haya menos que aquí, es porque las instituciones se han hecho cargo de ellos. ¿Qué te garantiza aquí el Estado, incluidas las Comunidades Autónomas, que son parte del mismo? Mientras eres un votante que puede cambiar la tortilla cada cuatro años, sus representantes hacen como que se preocupan de ti: te garantizan la educación (a veces en barracones) y los servicios médicos (con larguísimas listas de espera). Pero cuando dejas de ser un votante prometedor, bien porque te has ido de la cabeza y no puedes votar, bien porque tu voto es previsible, te conviertes en un cero a la izquierda. El anciano ya cotizó todo lo que tenía que cotizar y ahora sólo cuesta dinero: ¿para qué molestarse en construir residencias y en garantizarle un otoño de la vida un poco digno? Es un sarcasmo que el país que lleva camino de convertirse en el geriátrico de Europa sea quien peor atiende a sus propios ancianos. Y que dentro de este país la región donde se concentra la mayor proporción de jubilados europeos sea precisamente la que obstaculiza con mezquindad la concesión de ayudas a la dependencia, eso ya parece la gota que colma el vaso. Hace veinte siglos Cicerón escribió un tratado sobre la vejez, De senectute, en el que se lamenta de los achaques de los viejos y aduce como consuelo el hecho de que gozan del respeto general porque atesoran experiencia. Hoy la única experiencia que atesoran los ancianos es la de la angustia ante el futuro, la de ver cómo sus hijos están desbordados porque tienen que atenderles sin ayuda y la de comprobar que la gente pasa a su lado como si fueran invisibles en un mundo que sólo admira la juventud. En estos tiempos de plomo, Cicerón podría ahorrarse su tratado. Porque la única frase latina que describe la situación de los ancianos es la que inspiraban los prisioneros de guerra: vae victis!, ¡ay de los vencidos!
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