_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El control

Jordi Soler

En su poema Industrial waves, que podría traducirse como olas industriales, Allen Ginsberg enumeró los derechos de un grupo social que él mismo había bautizado como los "pre-fascistas de mañas escalofriantes". En esta obra larga llena de ritmo y sorna, este poeta que murió hace 11 años, y que dejó decenas de poemas que siguen rabiosamente vivos, exigía: "¡Libertad para que el rico viva del trabajo del pobre!; ¡libertad para que el Monopolio arrincone al mercado en un estercolero de caballos!; ¡libertad para los matones y muerte a las monjas radicales!". Baste este pequeño fragmento para ilustrar el rumbo de este poema sobre el abuso y la impunidad que Ginsberg escribió, durante un periodo de sarcasmo profundo, para exorcizar una crisis parecida a la que vivimos ahora, uno de esos momentos de la historia en los que queda muy claro que alguien está abusando de nosotros, que aquí lo que impera y lo que ha imperado siempre es la ley del más fuerte y que aquel que la hace, si está debidamente enchufado, no necesariamente la paga. Ese "Monopolio" para el que Ginsberg, con cáustica ironía, exige libertad, y que debe ser un club de cuatro gordos que periódicamente se reúnen para cobrar dividendos y hundir al mercado (o arrinconarlo en el estercolero), no es exclusivo del mundillo de las finanzas; también existe, por poner un ejemplo, en el "mundo libre" de la Red. Hace no mucho tiempo 40 líderes mundiales se encontraron en Túnez para conversar sobre el futuro de Internet; los grandes temas de la conversación eran, por una parte, el interés que tienen algunos líderes en llevar la Red a los rincones más pobres del mundo y, por otra, el control y la censura en Internet. De esto se hablaba cuando, naturalmente, salió un tercer tema que era la pregunta ¿quién controla Internet?, un tema urgente y pertinente cuya respuesta es, como bien sabrán ustedes, que la Red se origina y depende, y al final se controla, desde una oscura oficina en California que lleva las siglas ICANN (Internet Corporation for Assigned Names and Numbers). Desde esta oficina, que desde luego acabó siendo el gran tema de la cibercumbre, se pueden hacer desaparecer de la Red, si el controlador está de mala leche, por ejemplo, todas las páginas y direcciones que terminen en .cat o .es; y esto es tanto como hacer desaparecer a Cataluña y a España del ciberespacio. Este poder oscuro se parece al "Monopolio" de Ginsberg, a ese club de cuatro gordos que inflan o revientan, según su conveniencia, el mercado financiero; pero estos clubes, de probada exclusividad, pululan y se cuelan hasta en territorios tan intangibles como el tiempo. El tiempo, como ustedes también saben, se ha medido y contabilizado tradicionalmente desde el Royal Observatory, que está en Greenwich, cerca de Londres, en Inglaterra. La base de estas mediciones son las 24 horas que, de acuerdo con la mecánica celeste, tarda la tierra en dar una vuelta sobre su propio eje. Pero resulta que en el movimiento de los astros hay un margen mínimo de error que obliga a los astrónomos de este observatorio a redondear un día, cada cierto número de años, con el añadido de un segundo (el famoso leap second). Este segundo suele añadirse al último día del año, o al último día de junio; el más reciente fue añadido en 1998, y en esa ocasión, como en todas las anteriores, un organismo regulador (The International Earth Rotation and Reference Systems Service) avisó a los gobiernos del mundo del segundo que iba a ser añadido. A esta manera, digamos, clásica de medir el tiempo, se opone la de otro organismo de siglas UCT (Universal Coordinated Time) que lo mide con los 260 relojes atómicos que tiene repartidos por todo el mundo. La diferencia entre los dos sistemas es que este último no toma en cuenta el leap second y que con el tiempo la hora en que amanece y anochece se iría recorriendo, y en 600 años tendríamos un diferencial de una hora. Para evitar esto, los partidarios de UCT proponen que en 600 años adelantemos todos una hora nuestros relojes; pero los astrónomos de Greenwich responden, por su parte, que si abandonamos la maquinaria celeste en favor del reloj atómico, nos iremos apartando paulatinamente, leap second tras leap second, del ritmo natural del universo. La batalla parece ociosa porque en los dos sistemas hay que hacer algún ajuste, pero nada más lo parece porque no se trata solamente de una discusión de orden científico, también es un pulso para ver quién se hace con el control del tiempo. El caso es que desde aquí no controlamos ni las finanzas, ni el ciberespacio, ni el tiempo, ese noble medio que parecía patrimonio de todos. Una de las cosas más nefastas de esta crisis, como he dicho, es que nos ha hecho ver, con una dolorosa claridad, que en el mundo hay cuatro gordos, que hablan en inglés, y que lo controlan absolutamente todo; una deprimente reflexión que debería hacer en otro momento, cuando no esté tan cerca la Navidad.

Aquí no controlamos ni las finanzas, ni el ciberespacio, ni el tiempo, ese noble medio que parecía patrimonio de todos

Jordi Soler es escritor

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_