Un movimiento social
No hay enemigo pequeño. Es un dicho que los políticos no deberían perder nunca de vista. El consejero de Educación de la Generalitat valenciana, Alejandro Font de Mora, empezó el curso retando a los sindicatos de la enseñanza (a los que consideraba, tal vez, unos mequetrefes) a un pulso como el que ganó Margaret Thatcher a las Trade Unions en los años ochenta. Ayer se tuvo que sentar a dar explicaciones, entre otros, a alumnos de instituto en una de las mesas de negociación en las que se ventilaba el fracaso de su inadmisible intento de instrumentalizar el servicio público de enseñanza con el objetivo de boicotear la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía. Aunque Font de Mora intentó esquivar el asunto clave de la obligatoriedad de impartir la materia en inglés, los estudiantes, que serán jóvenes pero no imbéciles, le obligaron a explicarse y concluyeron que el consejero pretende algo "inviable", dado el nivel de conocimientos de ese idioma que les suministra el sistema del que es responsable.
Lo de ayer, con padres, con profesores, con estudiantes, fue la escenificación de una rectificación insoslayable del Consell que preside Francisco Camps, situado contra las cuerdas, tras la altanería de su órdago de comienzo de curso, desde que el 29 de noviembre las calles de Valencia registraron una de las manifestaciones más multitudinarias que se recuerdan. Ese día, la Plataforma per l'Ensenyament Públic catalizó la indignación de un sector notable de los ciudadanos. Ese día se plasmó de forma bien gráfica que, de las maniobras de aprendices de brujo de los dirigentes del PP valenciano, había surgido un movimiento social, que es una estructura más o menos informal con vocación de intervenir en el escenario público a la que no están acostumbrados a enfrentarse. Padres, estudiantes, profesores, sindicatos, directores de instituto e inspectores... La conjunción de un malestar creciente ha llevado a que Font de Mora se vea abocado, no sólo a retractarse de tantas y tantas afirmaciones arrogantes, sino a asumir una exhaustiva negociación de los problemas de la enseñanza pública que incorpora, incluso, a nuevos actores, como la Federació Escola Valenciana, elemento nada despreciable en la vertebración del movimiento sobre el terreno.
Que un Gobierno afronte protestas educativas no es nuevo. Se trata de un sector socialmente sensible y complicado. Pocas veces adquiere esa protesta las dimensiones que ha alcanzado ante el Consell de Camps, para el que ofrece tintes de seria advertencia. Por ello, todos deberían estar interesados en que la negociación que ahora se abre dé sus frutos. Otra cosa es que quienes gobiernan aprendan a entender la democracia de un modo menos grosero que un juego de mayorías meramente aritmético. Aunque ese sí que sería, de verdad, un asunto de educación para la ciudadanía.
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