Cultura caducada
Dice Günter Grass en Pelando la cebolla que "tal vez la única manera de romper el silencio sea haber transmitido algo impalpable". Y creo que es ahí precisamente donde se reconoce el arte o a los verdaderos artistas; en que, más allá de la visibilidad de los argumentos o de la plasticidad de las formas, dicen algo intocable y sin embargo del todo comprensible, algo que nos transforma porque nos conmueve sensible e intelectualmente. Y lo evoco ahora porque acaba de morir Mikel Laboa, a quien incluyo entre esos artistas de lo impalpable. Al escucharle siempre sentí un algo que trascendía los límites materiales -la letra y la música- de sus canciones. Un algo que las prolongaba, en ecos de emoción y de sentido, mucho más allá de la nota o el verso de su final; es decir, que instauraba en el no sonido todo lo contrario de un silencio. Y lo he escrito en pasado pero es y será presente.
Los tres asuntos tienen en común poner en entredicho, por no decir en peligro, nuestra credibilidad cultural
Si la verdadera cultura habita fértilmente el silencio y en silencio por la vía de centrarse en lo inmaterial, lo impropiamente llamado cultural se ocupa estérilmente en lo contrario: en rentabilidades cuantitativas, en efectismos superficiales y en estruendos. Desgraciadamente, lo menos que se puede decir ahora mismo es que los grandes titulares culturales de Euskadi pertenecen a la segunda categoría; que tenemos la Cultura más visible haciendo aguas por todas partes, perdiéndose en el ruido y el escándalo. Los argumentos artísticos del Guggenheim, por ejemplo, se ven eclipsados, devorados, por el espectáculo de sus peripecias financieras. Y la energía institucional y social que podría dedicarse al estudio y al debate de sus exposiciones, actividades y proyectos, tiene que invertirse en investigar su gestión, en transparentar desfalcos y malas inversiones.
Lo que está sucediendo con el Museo Balenciaga es más de lo mismo. Y la amarga ironía que supone que el nombre de ese modisto que edificó su prestigio internacional en una dedicación exclusiva a la elegancia, se vea ahora envuelto en tanto inelegante, impresentable, trapo sucio, esa cruel ironía debería leerse como una señal de alerta máxima, como una elocuente metáfora de lo que sucede cuando se desprecia el sentido cultural de lo impalpable y se apuesta por la pura y dura materialidad. O cuando se confunde la ambición cultural con su codicia y su cálculo de rentabilidades.
Y por si lo anterior fuera poco escándalo, se desentierra ahora la verdad sobre el caso Iruña-Veleia, es decir, la falsedad de unos hallazgos presentados en su momento -ufana y precipitadamente, con mucho más voluntarismo que prudencia y rigor científicos- como la revolución de las revoluciones en el conocimiento del origen del euskera o de la difusión del primer Cristianismo. Y resulta deprimente pensar que se ha tardado dos años y medio (y su traducción en dinero público) en confirmar lo que ahora dicen los expertos que estaba cantado desde el principio.
Los tres asuntos tienen en común que ponen en entredicho, por no decir en peligro, nuestra credibilidad cultural dentro y fuera de nuestras fronteras. Y sobre todo, que son la consecuencia de un modelo de apropiación política de lo cultural. Que ese modelo está tan caducado que perjudica la salud de nuestra cultura, salta a la vista, como si lo llevara escrito en el prospecto con todos sus efectos secundarios.
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