Crisis financiera y política democrática
La sucesión de acontecimientos en los mercados globales es tan vertiginosa, y nos ha colocado hasta tal punto cerca del colapso, que es imposible no pensar que de este momento crucial surgirán realidades muy diferentes de las que hemos conocido en las últimas décadas. Es verdad que ya en otras ocasiones -recuérdese, por ejemplo, la tormenta asiática de hace 10 años- a la irrupción de una grave crisis siguieron iniciativas de reforma que, una vez que las dificultades fueron quedando atrás, no tardaron en ser archivadas. La situación parece ahora, sin embargo, muy diferente, debido a la devastación causada por el pánico y sus efectos sistémicos.
En ese presentimiento general de cambio, un elemento parece imponerse por encima de todo lo demás: la relación entre la acción política y el mercado -y en un sentido más amplio, entre la esfera pública y la privada- está abriéndose rápidamente hacia nuevos e inesperados equilibrios, en los cuales la política económica recupera un papel central. Lo vemos con claridad en el escenario de las políticas específicas, marcado por un fuerte intervencionismo que, pese a su carácter improvisado, parece haber venido para quedarse durante una buena temporada. Así ocurre con el cambio pendular hacia la sobrerregulación financiera y, sobre todo, con la prioridad otorgada al nuevo activismo fiscal, que abarca desde los destellos roosveltianos que se anuncian en Estados Unidos a los paquetes de incentivos fiscales aprobados ya en medio mundo.
Se aceptó casi sin discusión que los mercados financieros globales son omnipresentes, omnipotentes y omniscientes
Sin embargo, lo más trascendente probablemente no está ahí, sino en algo más profundo que concierne a la definición de la propia política democrática: es indudable que, a lo largo de los últimos 25 años, el empuje extraordinario de la globalización financiera introdujo transformaciones en la naturaleza misma de los procesos de formación de las políticas nacionales, sobre todo las macroeconómicas. Pues bien, son precisamente esos aspectos los que ahora la crisis podría poner, al menos parcialmente, en cuestión.
Durante los últimos años se ha aceptado sin mucha discusión la idea de que los mercados financieros globales son no sólo omnipresentes y omnipotentes, sino también, y sobre todo, omniscientes. Es decir, que tienen una extraordinaria capacidad para captar señales, para conocer en tiempo real los movimientos que realizan todos los sujetos económicos, incluyendo a los Gobiernos. Y no solamente eso: cabría esperar de ellos respuestas inmediatas a esas señales, en forma de movimientos transnacionales del capital, a una escala tal que podría llegar a desestabilizar rápidamente a cualquier agente, también a los Estados.
Las implicaciones de esta concepción son de primera magnitud. Si los mercados tienen tales capacidades, el escrutinio y valoración que en cada momento hagan de las políticas serán decisivas para su éxito o fracaso. Así, el comportamiento de los spreads financieros (diferenciales de rentabilidad) o la calificación de la deuda nacional por parte de agencias como Moody's serán interpretados como criterios objetivos de valoración de la calidad de las políticas internas. Ante todo ello, la primera condición que cabrá exigir a cualquier política pública es su credibilidad: que resulte creíble ante y por los mercados.
Situar en el centro de las posibilidades de eficacia de una política a la credibilidad ha traído consigo algunos cambios de enorme trascendencia a la política económica contemporánea. Entre ellos, tres fundamentales. El primero es el más obvio y conocido: en política macroeconómica no hay apenas márgenes para las ideologías, como saben bien incluso algunos grandes dirigentes como Lula (y también otros de apariencia mucho más radical, como Daniel Ortega); la adaptación a las tendencias que imponen los mercados globales sería el precio del progreso, y quien vaya en otra dirección no tardará en estrellarse.
En segundo lugar está el tránsito casi absolutamente universal hacia el modelo de banca central independiente, en un intento de proporcionar reputación a unas políticas monetarias que ahora aparecerían como despolitizadas, ajenas a los intereses y conflictos electorales del momento. Y el tercer gran cambio sería la introducción de reglas de política monetaria o fiscal, que restringen seriamente la actuación discrecional de los Gobiernos y que, al proporcionar escenarios previsibles para la política, harían a ésta más creíble y confiable ante los ojos de los mercados (una autorestricción que constituye una versión moderna de la historia de Ulises y las sirenas). Algo así se intentó no sólo en países como Argentina, con su desdichada Convertibilidad en los años noventa, sino también, aunque con menor intensidad, en Estados Unidos y la propia Europa, que en el Pacto de Estabilidad estableció límites para el déficit o la deuda pública.
Algunos de estos cambios son razonables y, sin duda, surtieron efectos positivos en términos de estabilidad, pero quienes somos sus partidarios no podemos ignorar que también tienen su cara oscura, con algunas implicaciones muy problemáticas. Por ejemplo, los bancos centrales independientes son instrumentos muy útiles para combatir la inflación, pero también incorporan problemas de legitimidad democrática. Los argumentos de quienes destacaban este último punto apenas han sido audibles en los últimos años, pero no sería raro que resurgieran con fuerza en el nuevo escenario impuesto por la crisis; valgan como ejemplo las declaraciones contundentes en ese sentido que ha hecho ya un personaje tan poco sospechoso de heterodoxia como Sarkozy.
El problema de toda la línea de razonamiento anterior es que su punto de partida -la supuesta omnisciencia de los mercados- ha demostrado ser una simple quimera. Hasta el punto de que hablar hoy de transparencia (cuando aún no tenemos ni idea de qué porción de la crisis falta aún por purgar) o de capacidad de evaluación objetiva (después del fiasco de, entre otros muchos, las agencias de calificación de deuda) podría provocar carcajadas. De hecho, la puesta en evidencia de esa ilusión de racionalidad colectiva está en el mismo centro de esta crisis, y eso es lo que explica la magnitud de la quiebra de confianza. Todo lo cual tendrá, dicho sea de paso, importantes consecuencias para el razonamiento económico: en los próximos años no será fácil argumentar en términos de expectativas racionales o sabiduría de las masas, y sí, en cambio, adquirirá un papel capital la noción de incertidumbre.
Ante este panorama cabe preguntarse si todo el proceso descrito dará la vuelta, quedando borrados algunos elementos que, si en sus versiones más doctrinarias fueron nefastos, cuando se aplicaron con moderación trajeron, a fin de cuentas, dosis de sensatez a las políticas económicas. Cabe responder que los cambios probablemente no serán absolutos y radicales, pero de que pueden hacer un cierto camino se multiplican las señales. Entre ellas, la indisimulada presión sobre la Reserva Federal o el BCE; la proliferación de soluciones nacionales ad hoc, que las cumbres del Elíseo o Washington apenas han sabido moderar; o la creciente confusión acerca de la pervivencia de las reglas del Pacto de Estabilidad en Europa, con la aparición de escenarios de déficit público que las rompen abiertamente. Tal vez lo que esté volviendo es la pura política, la política sin cortapisas, muchas veces excesivamente compleja, desagradable e ineficiente; pero también aquella que se corresponde con la estricta lógica de la democracia.
Xosé Carlos Arias es catedrático de Política Económica de la Universidad de Vigo.
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