Zumitos y 'souvenirs'
Paseo por el mercado de la Boqueria. Voy con mi amiga Núria Pujol, traductora y excelente cocinera que en sus frecuentes viajes a Nueva York está extendiendo la pasión por los erizos de mar allende los océanos. Desayuno en el Clemens -bocadillo de salchichas y pimientos verdes-, mientras leemos medio periódico cada uno. Damos una vuelta por los laterales; rápido al Genaro y a un par de verdulerías, que en estas fechas andan colmadas de setas de todas las clases y precios.
Paseo por este lugar como en una foto tridimensional que contuviera distintas imágenes del mismo sitio. Mi abuela y mi madre trabajaron aquí de carniceras, antes de irse al mercado de la Barceloneta. Cada mañana, las floristas de La Rambla les traían una gardenia que prendían en la solapa, canturreando a Machín. Las clientas comenzaban a aparecer a eso de las seis y era raro despachar a un desconocido. De niño, muchas vendedoras de aquí me eran familiares. Los pasillos olían fieramente a tripas cocidas, a sal, fruta dulce y pescado. Gatos y basuras competían por hacerse un hueco en la parte que daba a la plaza de la Garduña. En mi adolescencia, antes de las rejas nocturnas y los horarios de funcionario, uno terminaba aquí de madrugada, recién abierto, a desayunar antes de meterse en la cama. Aún de noche, durante 30 años, desde la cercana calle de Joaquín Costa, el difunto socio de mi padre venía cada día a comprar almendras recién tostadas -calientes aún- para acompañar el trayecto hasta el taller.
Paseo por la Boqueria, tempranito. Leyendo medio periódico. Gritan como siempre las 'pescateras'
La Boqueria ha cambiado, como toda la ciudad; como la vida, mayormente. Y está bien que vengan los turistas a verla, y a fotografiarla. Eso, en el fondo, es lo que queríamos todos, a fuerza de mostrarla al visitante como si de una gloria nacional se tratara. Ahora se nos ha transformado en una especie de organismo difuso, tan seguro de sí mismo que es capaz de parodiarse sin perder la clase. Es cierto que anda muy sobrada ya de mirones, cuyas caras de asombro o de asco ante ciertos productos les delata como oriundos de naciones ricas. Pero también se ha llenado de emigrantes que han reverdecido comercios al borde de la extinción, como las casquerías. Venden recuerdos y chucherías, y a veces más parece una feria cutrona que un mercado de comestibles; pero sigue ofreciendo una gama inimaginable de productos, sin ser -ni de lejos- el más caro de la ciudad.
Nos crispan, nos revientan, ya lo sabemos. Fruterías donde es más importante despachar la macedonia, el refresquito o el zumito de mango, que atender a la clientela. Restaurantes paelleros y tiendas de vinos, libros o pizzas, donde no va a pararse nunca un ama de casa. Empujones, atascos, flashes, tipos que se tiran media hora para comprar un pomelo, parejas de turistas maduritos palpando el género, enjambres de rubias que chillan de verdadero terror ante las pinzas de un centollo todavía vivo. Sí, nos hacen sentir forasteros en este laberinto ya concebido para ellos y no para nosotros. Al demonio las macedonias y al demonio los zumitos, ofrecidos en perfecto inglés. Pero, por alguna extraña razón, no podemos dejar de ir. Y hacemos colas kilométricas para saborear un filete. O regresamos en peregrinación a comprar muslos de pato o hígados de rape.
Paseo por la Boqueria, tempranito. Aún se coge algún rayito de sol invernal. El señor de la pala aún no ha comenzado a descargar visitantes con su ritmo frenético. Desayuno en el Clemens -bocadillo de salchichas y pimientos verdes-, leyendo medio periódico. Gritan como siempre las pescateras; y las del buey y la ternera -más discretas- abren una vaca en canal. Cierro los ojos, cerramos los ojos, y se lo perdonamos todo.
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