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Columna
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Espíritu de frontera

La semana pasada hubo en un pueblo de Castellón una movida cultural que no merece pasar desapercibida. En la villa termal de Montanejos se fallaba un premio literario (nada nuevo bajo el sol, los hay a decenas) organizado conjuntamente con Rubielos de Mora, municipio turolense que posee un rico patrimonio artístico. Se trataba de aunar esfuerzos para convertir el alto Mijares, río que enlaza ambas localidades distantes unos treinta kilómetros, en un espacio turístico integrado en el que la belleza arquitectónica de la localidad aragonesa se complementará con los increíbles paisajes de la valenciana. Tomen nota las respectivas Consellerías / Consejerías de Turismo. Pero la noticia no me interesa sólo por este motivo. Lo verdaderamente interesante es que con esta iniciativa se rompe el aislamiento cultural y económico mutuo de dos comunidades autónomas vecinas, incomunicación que -me temo- acaba trasladándose siempre a la mente de los ciudadanos en forma de ombliguismo.

Es difícil escapar a las tendencias de cada tiempo y la España que nos ha tocado vivir está marcada por la lógica de la fragmentación. Empezó Javier de Burgos en 1833 con su división provincial, aún vigente, pero el proceso se aceleró con la configuración autonómica propiciada por la Constitución. No querría que se me interpretase mal. En 1978 era evidente que veníamos de una dictadura centralista y las autonomías se sintieron unánimemente como una liberación. Nadie duda que, en muchos aspectos, fueron positivas para los ciudadanos. Pero a estas alturas de la película cada vez somos más los que tenemos la impresión de que se han pasado de rosca y que sólo benefician ya a los que viven directamente del invento. Bien está que las autonomías acerquen la administración de justicia, la sanidad o la educación al ciudadano. Pero que personas que pagan los mismos impuestos reciban servicios radicalmente distintos según vivan en este pueblo o en el siguiente, sólo porque la carretera traspasa un límite de autonomía, empieza a parecernos una tomadura de pelo, cuando no el timo de la estampita.

Tocamos aquí un asunto delicado y con muchas implicaciones económicas. Sin embargo, sospecho que, como siempre, la gente va por delante de sus representantes políticos. ¿No se habían dedicado a enfrentarla con discursos incendiarios, aquí y allá, a propósito del tema del agua? Pues ahora resulta que la Confederación de Empresarios de Aragón acaba de reunirse con Cierval, su homóloga valenciana, para resolver juntos el problema del agua y el de las comunicaciones. Puro sentido común. Si son dos comunidades autónomas limítrofes es lógico que la unión haga la fuerza, en tanto que del enfrentamiento sólo cabe esperar la automoribundia complaciente de cada villano en su rincón. He empezado por la cultura (y el turismo, que también es cultura) y con ella quiero terminar. La gente no es tonta y aunque la procuran atontar con las exaltaciones pueblerinas de sus respectivas televisiones autonómicas, saben que los de al lado no dejan de ser parientes próximos con los que desde siempre han intercambiado bienes, servicios y pareja matrimonial. Entre Valencia y Aragón, entre Valencia y Murcia, entre Valencia y Castilla y -lagarto, lagarto- entre Valencia y Cataluña, donde los que viven a uno y otro lado de la raya no parecen necesitar traducción simultánea. En educación se insiste mucho en los llamados contenidos transversales, temas como la mujer o la inmigración, que pertenecen a varias asignaturas. Pues bien, hora va siendo ya de concebir la existencia de comunidades vitales transversales entre autonomías y de obrar en consecuencia.

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