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Columna
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Caricia y violencia

Son unos versos de Paul Eluard: "Y al irse la caricia queda la inmensa violencia". Y los recuerdo ahora para representarme, por un lado, la realidad más íntima y cruel del terrorismo doméstico: esa violencia, que irrumpe depredadoramente en el territorio de los afectos, pretende a menudo convivir con las caricias. Por otro lado, para representar también el día después de las conmemoraciones del 25 de noviembre, de la amplia cobertura mediática, de la atención prestada a las voces de testimonio y denuncia del maltrato. Porque esa fecha -el día internacional para la eliminación de la violencia contra las mujeres- puede verse como una forma de caricia social que visibiliza las hechuras escalofriantes del problema, concentra iniciativas, agrupa muestras de solidaridad, enuncia proyectos y medidas de protección; en definitiva, alienta la esperanza de que por fin las cosas van a cambiar de raíz, porque la sociedad ha tomado conciencia (una conciencia irreversible) de la magnitud de la tragedia y, fundamentalmente, de su necesaria, decisiva, implicación en el asunto.

Pero al 25 de noviembre le sucede el 26 y luego el 27. ¿Qué queda para los días y semanas sucesivos?

Pero al 25 de noviembre le sucede el 26 y luego el 27 y así. Y entonces los versos de Paul Eluard: "Y al irse la caricia queda la inmensa violencia". Porque esa es la interrogación fundamental: ¿Alcanza esa caricia social para el día después, y los días, semanas y meses sucesivos? ¿O era sólo un cubito concentrado de preocupación colectiva (cada drama de la humanidad, el hambre, el sida... tiene el suyo) que enseguida se disuelve, se pierde, en el caldo de la pura y dura realidad? Una realidad de desatenciones, indiferencias, discriminaciones y, sobre todo, de persistencia de las causas que llevan a los efectos de esta violencia indeseable. Yo quiero pensar que cada 25 de noviembre deja un rastro durable. Que supone un avance sin vuelta de hoja, como si se cerrara una compuerta por detrás que impidiera el retorno. Quiero, pero temo que ese querer sea un ejercicio de voluntarismo, de optimista insumisión (a veces el optimismo es el último andamio de la resistencia o de la no claudicación ciudadanas). En fin que quiero pero no puedo. La realidad no me ofrece elementos suficientes; o peor, me proporciona abundantes datos que van en sentido contrario.

El terrorismo se encuentra entre las principales preocupaciones de nuestra sociedad (en muchas encuestas aparece como la primera) y se comprende. Y sin embargo, menos de un 3% de los españoles considera que la violencia de género es un problema social grave; a pesar de que son cientos de miles las mujeres maltratadas cada año en nuestro país, a pesar de las 57 asesinadas ya en 2008.

El abismo que se abre entre una y otra preocupación social no invita precisamente al optimismo, ni siquiera al más resistente. Y luego está el resto de los signos, de los lugares comunes del machismo que se exhiben, aparentemente sin complejos y desde luego sin freno, por aquí y por allá, en tanto anuncio sin tacto; en tanta serie zafia o programa de humor dudoso (esa gracia de mostrar, por ejemplo, relaciones de pareja basadas en el desprecio y el insulto). Y, naturalmente, los mensajes sexistas contenidos en muchas representaciones deportivas, o en la publicidad destinada a la infancia: aquello de tú, niña, serás cuidadora y mamá; y tú, chaval, el dueño del mundo.

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