Doña Sofía ante El Greco
He tenido ocasión de hablar con la Reina en dos ocasiones. La primera, en el verano de 1988, fue en el marco de una cena privada que reunió en torno a la pareja real a un grupo de personas etiquetadas de izquierda, desde Antonio Gutiérrez y Cristina Almeida al filósofo Emilio Lledó. Fue una larga reunión, dominada por el discurso del Rey, sorprendentemente franco, de la cual un genio perverso o una cortesana viperina filtró los supuestos contenidos al semanario Tiempo, haciendo de mí nada menos que el hombre de Herri Batasuna en Madrid, presentador de su candidato en un mitin electoral. Calumnia que algo queda.
La segunda oportunidad llegó a mediados de los años noventa, esta vez al ser llamado a participar como ponente en una de las sesiones en que la Reina recababa información de especialistas sobre temas que le preocupaban. En este caso, la Rusia postsoviética. Se trataba de una extraña puesta en escena, dirigida a subrayar la excepcionalidad del personaje. Sentada, no de frente, sino a la derecha de los conferenciantes, la acompañaba una mujer mayor a la cual susurraba de vez en cuando algo. "La Señora desea una ampliación sobre este punto", decía entonces la acompañante al experto. Ella nunca se dirigía personalmente al ponente, salvo en los descansos. Tuve la suerte de que no quisiera ampliaciones mías y de comprobar en un entreacto que podía comportarse como una persona culta normal, de veras amable, preguntando y preguntando sobre la relación entre el poder del zar y el del basileus bizantino. En cualquier forma, la ceremonia me pareció el signo de que otra concepción del poder, la suya, se caracterizaba por un sentido estricto de preeminencia institucional.
En el libro, la Reina se expresa como si la magistratura regia fuera asimilable a una propiedad privada
(Anécdota final: detrás de la Reina, como en televisión, estaba sentado un coro silencioso de notables. Entre ellos, Joan Garcés, el que fuera colaborador de Salvador Allende. Al salir, tomando una cerveza, le pregunté: "¿Qué hacías aquí?". Me respondió sonriendo: "¿Y tú?").
He vuelto a ver a la Reina, esta vez de lejos, en el preestreno de la película El Greco. En esta versión de la vida del pintor inspirada en una novela de Stefan Andres escrita en 1936, El Greco pinta al Gran Inquisidor, los problemas que el cretense tuvo con el Santo Oficio son convertidos en un enfrentamiento entre dos concepciones de la religión y de la vida, con el inquisidor Niño de Guevara en posición de antagonista. Más allá de las inexactitudes, el filme de Smaragdis acierta al subrayar la influencia profunda de las concepciones estéticas y religiosas de la ortodoxia bizantina sobre El Greco. La escenografía bizonal del Conde de Orgaz enlaza con el milagro celestial contemplado por los mortales del icono griego que luego se divulgará en Rusia como la Pokrovskaia. Cristo mediador entre lo terreno y lo celestial. Esos ángeles ascendentes que disgustaron al Santo Oficio, ejecutores privilegiados de la voluntad de Dios. Y sobre todo Dios, personificado en el Espíritu, como Logos y como Luz, una luz de que hace partícipe al hombre para que su alma se eleve hacia Él. Enfrente, la oscuridad, el jerarca religioso privado de una auténtica fe y del acceso a la verdad por centrarlo todo en afirmar el prestigio de su institución.
A la vista del controvertido libro de Pilar Urbano, no es fácil que doña Sofía haya percibido esa dimensión de la biografía novelada de El Greco. Las críticas sobre éste o aquel aspecto de sus tomas de posición en las entrevistas dejan en la sombra el problema de fondo. Cuando la Reina aborda temas alejados del poder, dejando correr sus pensamientos, como en la mencionada sesión académica, muestra una mentalidad abierta, en la ecología o en la sensibilidad por el sufrimiento de los animales. Es una mujer vitalista, merecedora de la recomendación de Katantzakis en Zorba: "Corte la cuerda y sea libre". En cambio, al entrar en juego la institución, su postura es preocupante, y no sólo por la serie de afirmaciones conservadoras. Interioriza su preeminencia institucional, y por eso no vacila en expresar ideas que contradicen lo ya legislado por el régimen democrático en cuyo vértice simbólico se encuentra.
Es la visita a Atenas, con un sentido patrimonial del poder que la impide asumir las responsabilidades de sus familiares inmediatos en la caída de la monarquía helena, hasta sentir "náusea" cuando visita el palacio hoy republicano, o la significativa afirmación de la página 273: los reyes no están "al margen", sino "por encima" del Gobierno de turno. Para "ayudar", sí, siempre sin "poder personal", pero... Tal concepción culmina al descalificar a un republicano que admita el derecho a la herencia y niegue "los derechos de cuna". Como si la magistratura regia fuera asimilable a una propiedad privada.
En fin, doña Sofía considera normal asistir por su cuenta a una reunión periódica de poderosos de la Tierra, el Foro Bilderberg, donde, según el libro, este año se discutió "el peligro chino", y sobre cuyas discusiones impera un estricto secreto. Cuestión de más calado que el juicio crítico sobre el matrimonio homosexual. Como en la película sobre El Greco, oscuridad.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
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