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Historietas

De las formas de arte alumbradas durante el siglo XX, el cómic es la única que no ha conseguido sacudirse del todo la desconfianza de los intelectuales de pura cepa, a saber, esos que ocupan sillones tapizados y deciden en los periódicos lo que es cultura con mayúscula. El tebeo (la misma palabra ya remite a recreos y pan con nocilla) sigue considerándose propio de la minoría de edad estética, o de una adolescencia mal prolongada hasta las canas, mientras coetáneos suyos como el cine, el jazz o la televisión disfrutan de un prestigio que disculpa muchas tesis doctorales. Es interesante constatar que todos ellos nacieron como medios de entretenimiento de masas que poco a poco han ido infiltrándose en las universidades y las mesas redondas, cuando no acabando convertidos en cotos privados de los verdaderamente cultos, los que no se rinden a las modas y consideran que el valor de una obra es inversamente proporcional al desprecio o la indiferencia que suscita entre la mayoría. El jazz fue música de negros, drogadictos y gentes de mal vivir hasta que unos franceses que vestían jersey de cuello vuelto empezaron a llenar sus buhardillas con discos debidamente estridentes que les ayudaban a quejarse del hastío de vivir. El cine se servía como segundo plato en los barracones de feria después de la mujer araña o el vidente que leía números de lotería en el vidrio de una bola, y necesitó a una caterva de rusos entusiasmados por el comunismo para convencer al público de que podía ofrecer a su sensibilidad algo más que regadores regados y gente que espera el tren en un apeadero de provincias. En ese sentido, el cómic ha tenido mala suerte. No le han faltado genios, sino críticos que creyeran que realmente lo fueron: un Sartre que reconociera la náusea existencial en otro lugar distinto a las baladas de Bessie Smith, un Eisenstein que teorizara sobre la importancia de la metáfora visual fuera de la cabina de montaje. Ignorar la obra de, pongamos por caso, Federico Fellini es un síntoma alarmante de estrechez; hacerlo con la de Hugo Pratt se considera una mera omisión sin importancia.

Por eso no me sorprende la escasa difusión que está teniendo el IX Encuentro del Cómic de Sevilla ni el hecho de que su organizador, Paco Cerrejón, haya salido al paso en unas recientes declaraciones afirmando que el cómic puede vérselas en igualdad de condiciones con esos hermanos mayores que pueblan los patios de butacas. Aunque estoy de acuerdo con él, mucho me temo que se trata más de la expresión de un deseo que de la descripción de un estado de cosas. Sin ir más lejos, hace menos de una década que el cómic (y por esto entiendo algo un poco más allá de Mortadelo y los irreductibles galos, por mucho que les deba mi niñez) ha comenzado a ser accesible a la muchedumbre de los lectores en una ciudad como la nuestra, que tampoco se caracteriza por la abundancia de sus librerías. De vez en cuando, volúmenes de novelas gráficas han ido asomándose tímidamente a los mostradores de novedades, Jean Giraud y Alan Moore han ido saliendo de la sección que los grandes almacenes dedican a las lecturas infantiles, y contamos, incluso, con una tienda especializada, la meritoria Nostromo de la calle Zaragoza, que nos hace soñar con las Ramblas de Barcelona. Estos sucintos apuntes pueden dar una idea de toda la distancia que queda por cubrir. Mientras el cómic siga contemplándose como un gueto de rapaces cubiertos de granos que pasan el domingo disfrazándose de robots y de princesas, mientras no se le considere un soporte de suficiente solidez (como de hecho es y ha sido demostrado) para historias que rebasen el conflicto maniqueo entre héroes y villanos, la cosa no cambiará demasiado. El día en que Jordi Bernet se siente al lado de Borau en la Real Academia Española quizá todo sea distinto.

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