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Columna
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Corrupción civil

Los sistemas de vigilancia del urbanismo por parte de las Administraciones públicas son un fiasco absoluto, a causa sobre todo del debilitamiento de las competencias de control municipal. Por ello, sería necesario actualizar las incompatibilidades del personal de los ayuntamientos, reforzar los cuerpos autonómicos de inspección y las unidades policiales especializadas. Además, habría que obligar a comparar las declaraciones de bienes de los ediles antes y después de ocupar el cargo, y por supuesto, acometer la demolición de construcciones ilegales y la imposición de sanciones conminatorias.

Argumentos así de contundentes no han salido de la pluma de un columnista que denuncia el apocalipsis de la corrupción inmobiliaria, sino que forman parte de la intervención del fiscal jefe de Galicia, Carlos Varela, en el Parlamento gallego. Es el discurso de un alto cargo ante una institución más que insigne. Si la gente de orden y el pensamiento mainstream van por ese camino, imaginen como estará el asunto a nivel underground.

Hasta ahora, las leyes, como decía Gandhi de las cobras, sólo muerden a los que van descalzos

Es de agradecer el esfuerzo del responsable del ministerio público en Galicia por intentar poner el dedo en esta llaga. Pero no sé yo si el problema se arregla con el cumplimiento de las leyes. En primer lugar, porque la normativa urbanística, al menos para un lego, es algo semejante a la teología: además de inescrutable, tremendamente susceptible en las interpretaciones y con una demora eterna en la tramitación. Me temo que incluso lo es para la gente de la toga. No pongo en cuestión la importancia del derecho romano en nuestro sistema jurídico, pero quizás los estudios para juez o fiscal deberían actualizar más las materias.

De hecho, antes de la reciente riada, o punta del iceberg, de alcaldes presuntamente cogidos con las manos en la masa (150 en toda España), en Galicia llegaban los dedos de una manopla para contar los casos de ediles condenados por cuestiones urbanísticas. Y en los dos o tres casos, por nimiedades, mientras son más que conocidos (aunque no se publiquen o no se denuncien por falta de pruebas) enriquecimientos exponenciales de autoridades, en coincidencia casual y temporal con su mandato. Hasta ahora, las leyes, como decía Gandhi de las cobras, sólo muerden a los que van descalzos.

Dicho de otra forma, o se pueden hacer barbaridades urbanísticas perfectamente legales o las leyes urbanísticas se pueden incumplir tranquilamente. Por no molestar con casos actuales, en mi primera visita a la Muxía pos-Prestige, noté como que faltaba algo ya desde la entrada. Efectivamente, la iglesia románica de Santa María estaba completamente oculta, excepto el campanario, por un edificio levantado entre la costa y el templo. Legalmente, supongo. Por aquellos días, el entonces gobierno local aprobó un PGOU que doblaba el número de viviendas y triplicaba la población en O Vilar, la única zona de expansión de la villa. Buena parte de la superficie, además de propiedad de concejales, estaba dentro del límite de 200 metros protegidos por la Ley de Costas, por lo que, según convenios firmados con dos inmobiliarias, "el Ayuntamiento se compromete a reducir dicha zona de protección de 200 a 100 metros por el procedimiento de excepcionalidad justificada que prevé la ley".

Es que en esto no hay esa "alarma social" que empuja a la justicia a ser inflexible. Según un reciente reportaje de este periódico, el 70% de los cargos municipales implicados en escándalos urbanísticos resultó reelegido (y parte del 30% restante posiblemente se retiró motu proprio para hacer caja). La sociedad civil es unánimemente civil sobre los tirones de bolsos, pero no lo es tanto sobre los robos de bienes comunes como el territorio. O sea que la presión social, que es la que evita salidas del tiesto estético en el resto de Europa, y en casi toda la costa atlántica excepto Galicia, tampoco funciona.

No todo vale para crear esa "sociedad civil" que aquí escasea. Me refiero, por ejemplo, a ese sistema hidropónico de la Consellería de Medio Ambiente de crear de la nada y a la carta (y con una cuenta de 610.000 euros) un movimiento verde moderado y mandadiño, mediante la conversión de sindicalistas o afiliados en ecologistas, conservacionistas y "naturistas" -que no son gente amante de la naturaleza, sino de andar como la naturaleza los parió-. La conciencia social, incluida la ecologista, no se cría en invernaderos.

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