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La caída del jefe militar de ETA
Columna
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Terrorismo en familia

La detención por la Guardia Civil y la Gendarmería francesa en la localidad de Cauterets, departamento de los Pirineos Atlánticos, de Mikel Garaikoitz Aspiazu Rubina, que con el sobrenombre de Txeroki era considerado responsable de los activistas etarras confirma que la banda se encuentra en vías de extinción aunque pueda todavía darnos graves disgustos. Como ha dicho ayer un buen amigo periodista en un informativo de Localia Televisión, el caso Txeroki y de su compañera, la también etarra Leire López Zurutuza, detenidos cuando estaban en la cama de su apartamento, a 15 millas de Lourdes, confirma que la pareja que atenta y asesina unida, permanece unida: nada une más que un muerto a medias. Se diría que estamos ante una prueba más de las devociones compartidas.

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Sigmund Freud escribió Psicopatología de la vida cotidiana, editada con un prólogo de José Ortega y Gasset pero nos falta un capítulo referido al caso de la vida doméstica de los terroristas. El caso es que las detenciones de los más fieros etarras reproducen el escenario de esta última con Txeroki de protagonista. Las capturas se producen en apartamentos o granjas donde tienen una vida cotidiana ejemplar para el vecindario, un trato impecable con los animales y los niños a su cargo. Sin dar un ruido, ni ofrecer comportamiento alguno que llame la atención. Cumplen sus deberes cívicos, depositan en orden las basuras, las clasifican para su mejor reciclado, pagan sus impuestos municipales, evitan reuniones numerosas, ahorran molestias, evitan gestos de arrogancia, ayudan a los ancianos, sonríen a los adolescentes, en nada se inmiscuyen, nunca escuchan música a un volumen excesivo, ni hay constancia de que ejerzan violencia de género. Viven el tedio doméstico aliviado por los ejercicios de tiro y la detonación de explosivos.

Ahora lo que se comprueba de nuevo con estas detenciones es que el intervalo temporal que transcurre entre la comisión del atentado y la puesta del terrorista a disposición de la Justicia sigue reduciéndose. Celebremos, pues, que haya caducado la aureola de invencibles, la admiración que por su audacia suscitaron tanto tiempo los etarras. Recordemos, por ejemplo, la voladura del almirante Luis Carrero Blanco sucedida a la altura de diciembre de 1973 en la calle Claudio Coello semiesquina a Maldonado, que subió con su vehículo a la terraza de la casa profesa de los padres jesuitas. Aquella mina anticarros accionada por cable desde la farola de la farola de Diego de León les granjeó un prestigio envuelto en el perverso principio de que el fin justifica los medios violentos. Otro tanto podría aducirse de algunas fugas espectaculares que fueron también llevadas al cine. Los hechos parecían de película.

Ahora estamos de vuelta a la más primitiva artesanía fúnebre. De la división del trabajo conforme a una cadena donde unos señalaban los blancos a eliminar, otros acopiaban la información, otros proporcionaban el apoyo logístico, otros robaban los vehículos, otros falsificaban las placas de matrícula, otros facilitaban las armas y los explosivos y otros cubrían la retirada, se ha pasado al procedimiento abreviado. Se trata del regreso a la necro-lógica etarra. A distancia se mataba mejor porque se evitaba cruzar la mirada con la de la víctima. El dispositivo se accionaba fuera del escenario inmediato con el mando o el teléfono móvil, aunque la dinamita como arma de superficie fuera a producir daños colaterales, es decir, víctimas no elegidas que pudieran pasar por allí. En ocasiones una llamada minutos antes trataba de endosar a otros la responsabilidad de esas muertes con el aviso de una explosión inminente, otras veces ni eso.

La cuestión vista por Ignatief es que cuando un nacionalismo victimista y reivindicativo "da a la gente una razón para sacrificarse, también le da una razón para matar". Así que, como señala Jorge Vigil en su Diccionario razonado de vicios, pecados y enfermedades morales (Alianza Editorial. Madrid, 1999), sólo se perfilan tres direcciones complementarias de salida al "problema vasco": una progresiva clarificación y modernización de la todavía amplia masa social que mantiene una cómplice ambigüedad respecto al terror, un consenso amplio de las fuerzas democráticas y la aplicación con la máxima severidad del Código Penal. Nuestro autor reconoce que quizás sea un problema generacional, porque "toda esa chusma antiilustrada y salvaje, compuesta por matones, gamberros, ex seminaristas profesores de ética y otros tipos marginales, es un vómito de la historia en tiempos convulsos, que volverán a engullirla en la náusea del desprecio y el hazmerreír de la memoria".

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Se recomienda la lectura de Camus, a contracorriente (Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2008) donde Jean Daniel recuerda que para su compañero de tantas aventuras periodísticas una injusticia no se repara con otra y ni siquiera la compasión por las víctimas puede amenazarnos con convertirnos en verdugos. El director de Nouvel Observateur señala también las reflexiones de Camus sobre la imposibilidad de aceptar el crimen ideológico, recoge las dudas que albergaba sobre la capacidad de la violencia para dar a luz la historia conforme mantenía Hegel y subraya su indignación con los falsos hegelianos para quienes no basta con resignarse al dominio de la historia; necesitan además que la historia "y sus atropellos" sean justos. Vale.

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