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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Sangre y capital

Así llegan, sin hacerse notar, los fines de época.

Diecinueve años atrás, tal día como hoy, el teólogo y filósofo vasco Ignacio Ellacuría fue asesinado en El Salvador, junto con cinco compañeros de su orden, una mujer del servicio y la hija de ésta. La masacre fue ejecutada por miembros de la Fuerza Armada salvadoreña con la bendición del ministro de Defensa y tras una reunión previa del Estado Mayor. El entonces presidente, el ultraderechista -pero eso sí: demócrata- Alfredo Cristiani, al menos lo sabía. Un año después, el Gobierno mantenía la versión de que a los sacerdotes -adalides del diálogo para la paz- les asesinaron los guerrilleros para hacerles pasar por mártires de su causa. Más adelante, la Comisión de la Verdad para El Salvador, establecida para investigar las más graves violaciones de los derechos humanos ocurridas durante el conflicto bélico que desangró al país centroamericano, publicó un informe muy amplio, que abarcaba también las responsabilidades por el asesinato, en 1980, de otro cristiano heroico, el obispo Romero. Cinco días después, la Asamblea Legislativa de El Salvador anuló el trabajo de la Comisión, aprobando una ley de amnistía general que abarcaba todos los hechos violentos ocurridos en la guerra.

Uno de esos "hechos violentos" amnistiados fue la matanza perpetrada en la residencia de la Universidad Centroamericana. Y si hoy la recuerdo, no es por la razón obvia del aniversario, sino porque últimamente vengo dándole muchas vueltas a los cambios que han ocurrido en el mundo desde aquel 1989 en que yo misma di tantos saltos de un continente a otro para contar lo que veía, lo que pasaba. Me alegro de haber vivido el reporterismo de entonces, y el de un poco antes y un poco después. Los informadores itinerantes supimos entonces lo que valía un peine visto desde las mismas púas.

Los crímenes del 16 de noviembre de 1989 supusieron un final de una época: aquella durante la cual Juan Pablo II y Ronald Reagan (con el padre de Bush como vicepresidente: más tarde sería quien hizo invadir por sorpresa y con alevosía la isla de Granada y Panamá) llegaron al poder para arreglar el planeta. El primero se cargó la teología de la liberación, desmontó el paraguas vaticano que Juan XXIII había erigido sobre el cristianismo progresista, enalteció al Opus Dei y completó su tarea ayudando a Reagan a barrenar el Telón de Acero (por lo que imagino que Dios le habrá perdonado todo lo anterior). El segundo inventó el capitalismo de rostro humano (con el tiempo descubrimos que era una careta, sobre otra careta, que encubría otra, y otra, y otra) y financió a la contra antisandinista con el dinero de la venta de armas a Irán, para debilitar al Gobierno de Managua mediante el terrorismo, el sabotaje y el acoso.

Los noventa, caído el Muro -en buena hora- y convertidas las últimas, y ya inútiles -para EE UU-, dictaduras en democracias vigiladas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, se dirigieron hacia sendas tenebrosas que están más en la memoria de todos. Pero aquellos ochenta, aquella década que acabó con el regusto amargo de la sangre derramada y la ciega alegría de una Era Sin Enemigo, anudó las serpientes sobre las que se asientan nuestros frágiles días. Muchas cosas ocurrieron, soterradamente, en muchas partes, mientras el capitalismo, nuestro único y preciado bien, se expandía utilizando cada día medios más volátiles. A principios del nuevo milenio, los polvorines ocultos empezaron a estallar y nos pillaron en bolas. Porque, deslumbrados por la prosperidad aparente, y por las avalanchas de información en que fueron sepultados los conflictos, creímos que éramos así de majos y que lo éramos para siempre.

Uno de los primeros choques de Ignacio Ellacuría con el Gobierno de El Salvador -bendecido por Washington- se produjo ya en 1976, cuando, en la Revista de Estudios Centroamericanos, de la que acababa de asumir la dirección, publicó un editorial titulado "A sus órdenes, mi capital". Sabía de qué hablaba.

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