La cosecha prodigiosa del 73
El fútbol, como el vino, tiene algunas añadas supremas. Una de ellas fue 1973. Ese año pasó a la historia por el estallido de la primera crisis del petróleo, pero merece ser recordado porque en Europa y en Suramérica surgieron dos equipos fabulosos y curiosamente parecidos. Ambos carecían de anales gloriosos. Ambos irrumpieron por sorpresa. Ambos se volcaban hacia el ataque. Y ambos dependían de la imaginación de un tipo rubio que se escoraba hacia la izquierda.
Quizá nunca se vio en Argentina un fútbol como el que jugaba Huracán en 1973. Huracán, que acaba de cumplir 100 años, es una institución modesta. Tiene un apodo amable, El Globo, porque eligieron un globo como insignia: fue un homenaje a la hazaña del ingeniero Jorge Newbery, que en 1909 voló desde Buenos Aires hasta Bagé, en Brasil, a bordo del globo aeroestático Huracán. También tiene otro apodo menos airoso, dirigido a sus aficionados: Los Quemeros, porque junto a su estadio se incineraba la basura bonaerense.
Huracán no fue gran cosa hasta que reunió a aquel equipazo de 1973, campeón de Argentina. El Globo reunió las tres características del genio: inteligencia, imaginación, locura. La inteligencia la ponía Brindisi, un medio centro sensato y seguro, tan bueno robando balones como repartiéndolos. La imaginación era cosa del rubio Babington, El Inglés, un interior exquisito, uno de esos tipos elegantes incluso al caer de culo. Y la locura era toda de Houseman, un extremo tan chiflado, brillante e imprevisible como Garrincha. Houseman no era cojo como Garrincha, pero bebía bastante más. En el banquillo se sentaba Menotti, El Flaco, que obtuvo gracias al Huracán del 73 un enorme prestigio como técnico. Entrenar a aquella gente no debió de ser demasiado difícil.
Al mismo tiempo, en Alemania, una institución casi desconocida, recién llegada a la Bundesliga (pese a su larga historia, debutó en la máxima categoría en 1965) y afincada en una ciudad de tercer orden, arrollaba a los clubes clásicos. El Borussia Moenchengladbach duró más que Huracán, no fue un equipo de un año sino de casi una década, pero en 1973 alcanzó la excelencia. Tenía a Vogts detrás, a Bonhof y Wimmer en el centro, a un joven Stielike, a Heynckes y Simonsen delante. Y tenía al rubio Netzer, un creador sensacional que ya había deslumbrado en la Eurocopa de 1972. Beckenbauer hizo todo lo posible para que Netzer no siguiera triunfando en la selección alemana. Netzer era lo que habría sido Beckenbauer si no se hubiera escondido en la cueva del líbero; quizá eso incomodaba al Kaiser.
Huracán no volvió a ganar el campeonato argentino. Fue subcampeón en el 75 y en el 76. Luego llegó el declive y el descenso. El Borussia perdió paulatinamente a varias de sus figuras (Netzer, Bonhof, Simonsen), pero mantuvo el tipo hasta bien entrados los 80, cuando ocurrió algo parecido a una quiebra psicológica: su jugador más prometedor, Lothar Matthäus, se pasó al enemigo, el Bayern de Múnich. El Borussia no volvió a levantar cabeza. Y el Bayern comprobó que le bastaba desguazar sistemáticamente a sus rivales para mantener una cómoda hegemonía.
El Bayern nunca jugó como Huracán o Borussia. El buen fútbol puede comprarse con dinero. El fútbol maravilloso, como el que se vio en 1973, no.
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