Desalmados
En uno de sus espaciados ramalazos de actividad, el Consell Valencià de Cultura ha elaborado un Informe sobre el maltrato de los animales en la Comunidad Valenciana, y de las distintas formas de sufrimiento al que se les somete nos ha parecido especialmente relevante -en realidad, siempre lo hemos juzgado escandaloso- el que padecen los toros, vaquillas y becerros por esas calles y plazas de nuestros pueblos en fiestas. El mencionado documento cifra en más de 7.000 los festejos que anualmente se celebran en el marco del país, si bien Jesús Civera, en uno de sus habituales comentarios de la tercera página de Levante-EMV, afina más y, con referencia al año pasado, la establece en 7.260 que se reparten entre 330 municipios. "Una cantidad astronómica de bous al carrer", glosaba el colega.
También esta misma semana el Ayuntamiento de Paterna, con un singular ejercicio democrático, ha sometido a la opinión de los ciudadanos la posibilidad de celebrar este tipo de espectáculos taurinos que ya fueron prohibidos en 2007 mediante una ordenanza aprobada por unanimidad. Una decisión a la que se sumó el consejo escolar municipal por considerar antieducativos este género de festejos. En la eventual crónica de la infamia que un día pudiera escribirse acerca de este atavismo deberá figurar, por civilizada, esta plausible excepción, y otras asimismo si las hubiera e ignoramos en este momento en el que ciertamente nos sobrecoge la cantidad de bestias que torturamos sin el menor amparo racional o razonable.
No vamos a incidir aquí en el viejo debate sobre la fiesta taurina por excelencia, sometida a reglamentos, liturgias e intereses que únicamente el tiempo, y acaso las autoridades comunitarias europeas, podrán erradicar por lo que realmente es: una orgía de sangre y dolor ineludible para el morlaco que ha tenido la desgracia de ahormarse a menudo bravo y noble. No pasa de ser una broma pseudoneurológica o un pretexto piadoso aducir que la fiera, sometida al castigo de la lidia, segrega sus propios analgésicos contra el tormento. Qué más quisiera el animal. Y aún así, ¿cómo justificar esta muerte por meros motivos lúdicos o artísticos? Pero no pisemos este charco polémico que tanta retórica y tinta ha consumido y ciñámonos a los festejos de toretes o vaquillas que alegran los días grandes de tantos de nuestros pueblos.
Festejos que, según el reglamento que los regula, habrían de respetar "la integridad física de los animales, prohibiéndose la crueldad y el maltrato...", si bien es de todos conocido que el principal atractivo del jolgorio consiste en martirizar el animal hasta el límite de sus fuerzas para que pueda seguir agonizando y siendo explotado en otras calles, plazas y fiestas. Resulta asombrosa la insensibilidad social acerca de este fenómeno que, como el mentado informe anota, goza de la permisividad de las autoridades tanto civiles como religiosas. Quizá porque hayamos de suponer que los animales carecen de alma, cuando de verdad los desalmados son quienes practican o amparan esta repugnante tradición que ni lo es verdad ni legitimaría tal salvajada.
Hemos señalado el alentador ejemplo de paternero y podríamos añadir alguna resolución del Tribunal Superior de Valencia que pone coto a este maltrato, aunque estamos todavía lejos de homologarnos con los países más civilizados en este capítulo, o de considerar el daño gratuito a un animal como al de un prójimo, según el pronóstico que hiciera Leonardo da Vinci.
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