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Columna
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Arte y caudillos

Capitales de la cultura europea en 2009 serán la austriaca Linz y la lituana Vilnius, o Vilna, como se decía antes. No sé si en Vilnius recordarán a los 200.000 judíos que mataron los nazis en Lituania, pero, según informaba ayer Aurora Intxausti en este periódico, Linz celebra, hasta el 22 de marzo, una exposición sobre los sueños de Hitler para la ciudad de su infancia y juventud, donde entró triunfalmente como Führer el 12 de marzo de 1938. Al día siguiente, domingo, Hitler llevó una corona a la tumba de sus padres y se reunió con el director del museo provincial para exponerle un plan de refundación de la ciudad. Hubo en Linz un teatro "que no era malo", rememoraba Hitler: allí descubrió a los 15 años las óperas de Wagner. Proyectó inmediatamente para la ciudad un gran museo germánico de pintura, hecho de colecciones robadas y compras forzosas.

Los caudillos sienten pasión por el arte. Estuve en agosto en Granada, en la Biblioteca General, consultando el ABC de Sevilla del verano de 1939, cuando Alemania preparaba la invasión de Polonia. El 4 de julio del 39, en Berlín, el embajador de España ofreció a Hitler un obsequio del generalísimo Franco: tres Zuloagas. Eran un campesino con paisaje y dos retratos de mujeres españolas en trajes regionales. Lo regional típico emociona a los caudillos tanto como el arte, "lo más suyo de un pueblo", que decían los ideólogos nazis. Del Hospital de la Caridad de Sevilla, Soult, mariscal y lugarteniente de Napoleón, cogió los Murillos que le gustaron en 1810. El rey José I Bonaparte, cuando huyó de Madrid perseguido por Wellington, cargaba un tesoro de 165 pinturas. Wellington, generalísimo del ejército angloespañol, las rescató, no las devolvió a sus dueños y las mandó a su casa en Londres. Soult, veterano de las batallas de Marengo, Austerlitz y Jena, duque de Dalmacia, fue caballeroso con sus enemigos, que lo elogiaban como estratega, y dos veces ministro de la Guerra a lo largo de su vida. Era, como Wellington, un hombre honorable.

Bartolomé Esteban Murillo había pintado seis cuadros imponentes sobre las obras de misericordia cristiana, que son catorce, siete espirituales y siete corporales. El sensual Murillo se fijó en las corporales, aunque debía considerar excepcional y milagroso eso de dar de comer al hambriento, por ejemplo: Murillo, como ilustración, pintó a Cristo multiplicando panes y peces. Cuatro de las piezas las robó el mariscal Soult y, según contaba Margot Molina el martes en estas páginas, con los años acabaron irrecuperablemente en Londres, Washington, Ottawa y San Petersburgo. Prodigiosamente se ven ahora en el Hospital de la Caridad, gracias a las copias de los artistas Juan Luis Coto, Fernando García y Gustavo Domínguez, espléndidas, en opinión del catedrático de Historia del Arte Enrique Valdivieso. Quiero ir a Sevilla a verlas. Han costado 100.000 euros.

Murillo, que vivió serenamente en Sevilla, se hizo famoso en Europa, el Rafael español, dulcificando beatíficamente la vida pícara de los días de la peste asesina de 1649, pintando a la Sagrada Familia en la cocina y el cuarto de estar, Vírgenes y Niños translúcidamente algodonosos. Me figuro que quienes servían como modelos irían a verse en las paredes de las iglesias. Lo sentimental artístico encanta a los caudillos, y eso vuelve al arte desagradable, como si fuera un apéndice de la crueldad ambiciosa y la inmoralidad de lujo. (La marca Hitler se cotiza bien: en París, en una feria de arte contemporáneo, se vendieron hace quince días por 815.000 euros once acuarelas de Hitler retocadas por Jake y Dinos Chapman, artistas ingleses de la moda sensacionalista. Son paisajes de campos de batalla en la I Guerra Mundial, sobre los que los hermanos Chapman han pintado nubes y arco iris. No son copias, sino originales, rectificados, firmados por el Führer).

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