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El G-20, lo que va de 1944 a 2008

Despejada la incógnita de quién va a ser el inquilino de la Casa Blanca durante los próximos cuatro años, la atención de los analistas de temas internacionales puede volver a centrarse en lo que dará de sí la reunión del G-20 que se celebrará en Washington el 15 de noviembre, sin que a estas alturas sepamos aún si se encontrará una fórmula para que España, que no es miembro de ese club, pueda hacer alguna aportación sistémica a su primera reunión a nivel cumbre de jefes de Estado y de Gobierno desde que naciera en 1999, ya que hasta ahora sólo se habían reunido sus ministros de Hacienda y gobernadores de bancos centrales.

La ambición inicial de Sarkozy y Brown, cuando le propusieron a Bush convocar la reunión, era muy alta: refundar el capitalismo tras el traspié que ha sufrido en estos últimos meses. Bush frenó de entrada tal ambición al decir que la reunión no debe socavar los fundamentos de la economía libre de mercado en que hasta ahora se ha basado el sistema internacional.

Todo indica que la cumbre de Washington no será un nuevo Bretton Woods, sino un mero parcheado
EE UU ya no es el líder indiscutible que fue tras la II Guerra Mundial

Para acabar de reducir las ambiciones de la próxima reunión en Washington del G-20, el director gerente del Fondo Monetario Internacional defendió el decaído prestigio de su institución y propuso un plan de gobernanza de la globalización circunscrito a unas cuantas reglas pactadas en el Foro de Estabilidad Financiera Internacional. Según el director gerente, se trata tan sólo de paliar las imperfecciones de funcionamiento del mercado, lo cual se acompañaría con un aumento de los recursos puestos a disposición del FMI por sus Estados miembros y con la creación de un nuevo instrumento financiero para aliviar los problemas de liquidez a corto plazo.

Llegados a este punto deberíamos preguntarnos si lo que hasta ahora se lleva propuesto por Francia, Gran Bretaña, la Unión Europea, Estados Unidos o el propio FMI, o lo recomendado por la reunión regular de los ministros y gobernadores del G-20 en São Paulo, bajo presidencia brasileña, responde a la ambición de lanzarse a un Bretton Woods II o se queda en un simple parcheado de los que hasta ahora tenemos.

Yo creo que estamos en el segundo de tales escenarios por una sencilla razón: las relaciones de poder en el mundo actual distan mucho de las existentes cuando se celebró la Conferencia de Bretton Woods, en la que se puso en marcha el Sistema Monetario Internacional que -con varias enmiendas y cambios reglamentarios y con muchas críticas por su funcionamiento- ha permitido que los pagos internacionales y el comercio mundial no se colapsaran como sucedió tras la crisis mundial de 1929, una crisis que duró, por cierto, un decenio.Cuando norteamericanos y británicos reunieron a 44 países en la Conferencia Monetaria y Financiera de Bretton Woods, en 1944, partíamos, prácticamente, de cero al haberse desmontado los automatismos del Patrón Oro que habían situado al Reino Unido a la cabeza de las finanzas mundiales hasta acabada la Primera Guerra Mundial. La economía mundial funcionaba en los años treinta y cuarenta del siglo pasado con un alto proteccionismo y con un sistema de pagos en el que la convertibilidad entre monedas brillaba por su ausencia.

Nuestro mundo globalizado actual no puede comparar sus problemas con los que había entonces, pero, a mi entender, lo más importante no es que hoy tengamos una auténtica "economía mundial integrada" y entonces no la tuviéramos, sino el hecho de que en 1944 había una sola potencia dominante, Estados Unidos, y ahora en cambio -sobre todo tras el declive de la presidencia de Bush- ya no hay un liderazgo económico ni político mundial aceptado por todos.

En Bretton Woods, el británico Keynes propuso un plan que consistía en crear una Unión Internacional de Compensación en que los países que habían contraído deudas y que necesitaban crédito para reconstruirse de las destrucciones de la guerra pudieran reflotar sin tener que recurrir a políticas limitadas por su balanza de pagos. Keynes completaba su plan con una moneda única: el Bancor. Pero los estadounidenses -que eran los únicos que lideraban porque estaban haciendo ganar la guerra contra Hitler y podían prestar a los demás- quisieron limitar su compromiso y por eso se aprobó su Plan White, que creó el Fondo Monetario Internacional con unas reglas estrictas de acceso al crédito y con la obligatoriedad de adoptar tipos de cambio casi fijos. La única concesión de los estadounidenses para contentar a los británicos y paliar los problemas de reconstrucción de los países europeos destruidos por la guerra fue permitir la creación del Banco Mundial. En Bretton Woods, Estados Unidos impuso su ley y su dólar quedó convertido en la moneda estrella del nuevo Sistema Monetario Internacional. En aquel momento y en términos actuales diríamos que Estados Unidos era el G-1 que hacía y deshacía a su antojo.

Desde que el FMI y el Banco Mundial se pusieron en marcha, a finales de los años cuarenta del siglo pasado, la economía mundial se ha transformado profundamente. En primer lugar, ha aumentado sensiblemente el número de países que cuentan y los países subdesarrollados se han dividido entre los pobres y los emergentes con necesidades específicas y con quejas sobre el funcionamiento asimétrico del sistema internacional. Además, el vínculo oro-dólar establecido en 1944 desapareció a principios de los años setenta del siglo pasado tras la pérdida de confianza en el dólar que se derivó de los déficit norteamericanos generados por la guerra de Vietnam. En cuanto a los tipos de cambio semifijos de Bretton Woods, han sido sustituidos por una flotación a veces impredecible y que genera mercados especulativos. En cuarto lugar, el euro ya representa una cierta alternativa al dólar y China se ha erigido en el país con mayores reservas de cambio. Asimismo, el mundo está desbordado por una liquidez internacional descontrolada, consecuencia de las finanzas inyectadas por eurodólares, petrodólares y nuevos instrumentos financieros imaginativos.

Pero la gran diferencia entre Bretton Woods y la cumbre del G-20 de Washington no viene sólo de estas cuestiones técnicas, sino de la mencionada inexistencia de un G-1 que pueda hacer cambiar las cosas con un liderazgo suficiente. Nuestro mundo tiene una gobernanza compleja en donde Estados Unidos ha perdido el liderazgo que tuvo hace unos años y no puede dictar soluciones unilaterales so pena de una fuerte crítica de los demás o de las ONGs. Es así como se han ido configurando los grupos de gobernanza que hoy conocemos: el G-7 de países económicamente fuertes; el G-8 cuando conviene que Rusia también esté presente; el G-10 cuando hay que movilizar a los países financieramente determinantes; el G-20 cuando los países ricos consideran que hay que dar entrada a los países emergentes sistémicamente relevantes cuando se trata de cuestiones económicas de alcance mundial; el G-77 en que los países pobres hacen llegar sus quejas sobre las injusticias mundiales, por no citar más que algunos de los clubes más relevantes, y eso sin contar la Unión Europea o algunos organismos internacionales que parecen haber cobrado una cierta vida propia y desvinculada de sus Estados miembros: OCDE, OMC, FMI, Banco Mundial, etcétera.

La crisis mundial por la que atravesamos no va a solucionarse con medidas nacionales sino con respuestas a nivel mundial, pero forjar respuestas mundiales resulta hoy tan complejo por la falta de liderazgos claros que no creo que en la cumbre del G-20 de Washington se pueda refundar nada. No habrá, pues, ninguna "revolución" aunque sí se abrirán vías de diálogo para ir decidiendo nuevos remiendos a un sistema que está muy necesitado de ellos.

Francesc Granell es catedrático de Organización Económica Internacional de la UB y miembro de la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras.

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