No es Bretton Woods
La convocatoria de una cumbre del G-20 para abordar los problemas que atraviesa el sistema financiero internacional ha cosechado una victoria hasta ahora inadvertida: ha permitido ganar un tiempo precioso a las entidades financieras y los Gobiernos, congelando la ola de pánico en el punto en el que se encontraba al hacerse pública la iniciativa. Éste es el aspecto positivo de la cita de Washington, puesto que la alternativa a una acción internacional concertada como la prevista para los próximos 14 y 15 de noviembre no hubiera podido ser otra que emprender una alocada carrera entre Estados para salvar los bancos y entidades de crédito en sus respectivos países, una especie de dumping financiero que, seguramente, habría acabado por arruinar la totalidad del sistema.
La reunión de Washington no puede concluir en fracaso ni tampoco en un documento de mínimos
Hasta donde se sabe, no se están celebrando suficientes reuniones para asegurar el éxito de la cumbre
Ahora bien, al contener el deterioro de la situación financiera internacional hasta la celebración de la cumbre, al congelar la ola de pánico a través de una provisional inyección de confianza, los convocantes han asumido, en contrapartida, un trascendental compromiso implícito del que no parece existir clara conciencia: la reunión de Washington no puede concluir en fracaso ni tampoco en un documento de mínimos, de esos que el discurso diplomático suele calificar como "grandes progresos", la prensa sensacionalista saludar como "acuerdo histórico" y la realidad, por su parte, convertir con saña implacable en papel mojado. Aquí residen los riesgos de la iniciativa, porque, hasta donde se sabe, no se están manteniendo las suficientes reuniones técnicas para asegurar el éxito de la cumbre y, por lo tanto, nadie está en condiciones de garantizar que en Washington se obtengan resultados decisivos. Sin decirlo y puede que también sin saberlo, los convocantes de la cita han apostado por una estrategia de todo o nada: si sale bien, el sistema financiero internacional podrá mantenerse sobre el alambre, pero, si sale mal, la caída tal vez resulte inevitable e inmediata.
Las constantes referencias de estas semanas a Bretton Woods, a la refundación del capitalismo o a la conversión de la cumbre de Washington en un foro de debate ideológico, en algo así como una Controversia de Valladolid consagrada a discutir, no sobre el alma de los indios como en 1550, sino sobre la de los gestores del capitalismo, más que tranquilizar, suscitan la sospecha de que seguimos instalados en el pensamiento mágico, y que se espera de una fotografía lo mismo que de la imposición de manos por parte de los reyes taumaturgos.
Frente al pensamiento mágico, sólo cabe la obviedad: la reunión del 14 y 15 de noviembre no resolverá nada por el simple hecho de tener lugar, sino en función de que alcance acuerdos, de que esos acuerdos sean asumidos por las instituciones internacionales y los Gobiernos, y, por descontado, de que los diagnósticos y las soluciones resulten acertados.
La próxima cumbre de Washington nada tiene que ver con Bretton Woods, que, a su vez, tampoco se convocó con la pretensión de refundar el capitalismo ni como un foro de debate ideológico: bajo el nombre del complejo hotelero de New Hampshire donde se reunieron las delegaciones se esconden los acuerdos de una Conferencia Monetaria y Financiera convocada por Naciones Unidas, que se prolongó durante tres semanas y fue precedida por meses de reuniones técnicas y políticas, con la participación de personalidades como John M. Keynes. La discusión en Bretton Woods estaba abierta a todos los miembros de la Organización, que en aquel entonces, con continentes enteros sometidos por el colonialismo, no llegaban al medio centenar, y su objetivo no fue buscar remedios urgentes para ninguna crisis, sino fijar algunas reglas económicas -tan sólo eso, algunas reglas económicas- para un mundo que debía hacer frente a la reconstrucción después de la guerra más devastadora de la historia. La cumbre de Washington, en cambio, se celebra bajo la presión de un posible colapso financiero y no difiere en su filosofía de la tristemente célebre reunión de las Azores: un grupo de países se erige en directorio internacional al margen de los procedimientos acordados, aunque en este caso los riesgos que se busca conjurar sean reales e inminentes, no una fabulación cínica e interesada como aquellas armas de destrucción masiva que nunca aparecieron.
Pocos reproches cabría hacer al desprecio de los procedimientos internacionales para convocar la cumbre de Washington, al fin y al cabo ideada para hacer frente a una crisis financiera y no para perpetrar una invasión militar, si su eficacia estuviera asegurada: el argumento de la urgencia resultaría inatacable salvo desde un garantismo irresponsable y obstinado. Pero es que entre los elementos que podrían mermar la eficacia de la reunión se encuentra, precisamente, el desprecio de los procedimientos. No sólo por lo que se refiere a la selección de los invitados, que podría dejar manos libres a las regiones y los países excluidos, algunos con importantes reservas derivadas de las rentas del petróleo, para promover esa especie de dumping financiero que hasta ahora se ha conseguido conjurar, sino también, y sobre todo, a la manera en la que se está preparando la cita.
Dos días de reunión de una veintena de jefes de Estado y de Gobierno con una escasa preparación previa de los acuerdos podría suponer, ya que no una taumatúrgica imposición de manos sobre el sistema financiero, sí un peligroso brindis al sol.
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