Al final de la fiesta
Es evidente que nos hallamos inmersos en una crisis que no es coyuntural sino sistémica. Posiblemente nos encontramos ante el final de un ciclo. Y no cabe duda de que se avecina un período de recesión quizás semejante al que ocurrió tras el crash del 29. Si durante estos años de bonanza económica la cultura y el arte se han asociado a menudo con el mercado, la moda y el prestigio social, no nos sorprendería que ahora fuesen considerados lujos prescindibles. Sin embargo, no hemos de olvidar que el trabajo cognitivo es esencial en nuestro proceso productivo y que la información y el conocimiento tienen una importancia de la que habían carecido en otras épocas. En un país como el nuestro, escaso de recursos, éste es un factor que no debemos pasar por alto. Pensar que la cultura es un gasto superfluo es no haber entendido el funcionamiento real de la sociedad contemporánea y puede acarrear la toma de decisiones y medidas de dudosa eficacia.
Nuestro cometido ahora es buscar alternativas al dinero fácil
¿Cómo afecta la crisis a los museos? ¿Hemos entrado también en recesión o es el arte un valor refugio? Los indicadores de las últimas semanas parecen señalar que, precisamente por ser general, la crisis está empezando a afectar al mundo artístico. Los museos ven cómo sus patronos corporativos desaparecen de la noche al día. ¿No era Lehman un mecenas preferencial en algunos de los museos más relevantes de Europa y Estados Unidos? Y las obras de arte ya no se venden con la facilidad con que lo hacían hace apenas unos meses. La situación es tal vez más grave en nuestro país. La naturaleza de nuestras instituciones es frágil y nuestro mercado artístico -incluyendo el coleccionismo privado e institucional- apenas incipiente.
En las dos últimas décadas el mundo del arte se había convertido en una gran fiesta. Síntoma de ello es la ansiedad con que muchos profesionales buscaban ser invitados a las múltiples recepciones organizadas durante la Bienal de Venecia o la magnificencia con que los grandes coleccionistas de Miami esponsorizaron sus parties, a menudo en contraste con la precariedad con que algunas iniciativas han logrado sobrevivir. Es asimismo muy significativa la sensación de decepción que dejan la mayoría de estas atracciones. El último gran tour por Venecia, Kassel y Münster dejó la amarga percepción de que, si hay algo que de verdad está ocurriendo, probablemente lo esté haciendo en otro sitio.
El ecosistema español no ha sido ajeno a este fenómeno. No ha sido el nuestro un país en el que haya faltado dinero, muchos proyectos han sido fácilmente subvencionados. Siendo esto así, lo normal hubiese sido que mantuviésemos un estatus alto en el panorama artístico internacional. No obstante, cada año solemos asistir a esa especie de jeremiada en la que nos lamentamos de la ausencia de nuestros artistas en el ámbito internacional: ¿Por qué no nos quieren? No es que carezcamos de instituciones. No es que no se apoyen nuestras propuestas. No es que no tengamos comisarios de talla internacional. Tampoco se puede atribuir a la escasez de información de nuestros críticos. ¿Será, como dijera Warhol en otro contexto, que ha habido demasiadas fiestas y, al final, no nos ha quedado tiempo para el arte?
Paradójicamente, el nuevo contexto económico implica un cambio de paradigma que nos puede beneficiar. La institución artística en España no es lo suficientemente sólida como para considerarla inamovible. Y la historia nos enseña que en épocas de recesión las vanguardias tienden a confrontar sus propios postulados y la realidad que pretenden construir. Así sucedió en los años treinta, sin duda uno de los momentos clave en la historia del arte moderno. Y tendrá que ocurrir de nuevo en la actualidad. Nuestro cometido ahora no consiste exclusivamente en superar la crisis, sino en buscar alternativas a una posición insostenible, en la que el dinero fácil y la estima social lo constituyen todo.
Es importante reconocer esta realidad y empezar a trabajar en nuevas formas de sociabilidad, capaces de engendrar esfera pública y antagonismo en donde ya sólo hay consenso o auto-representación. Hemos creado un mito en nuestro país, un mito labrado en la transición, por el que democracia y creatividad iban a la par, por el que vitalidad y radicalidad se asociaban. Y no nos dimos cuenta de que esa creatividad y radicalidad se habían convertido en etiquetas para el consumo. Es necesario que pensemos dónde estamos, qué queremos, adónde vamos y que nos cuestionemos si de verdad buscamos un arte que contribuya a este espacio público o, por el contrario, lo que nos interesa es simplemente crear una marca para lucirla en una fiesta.
Manuel Borja-Villel es director del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
Babelia
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