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Columna
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Salvados por la campana

En el boxeo esa expresión alude a la campana que, al cerrar el asalto, libra a un boxeador de ser noqueado. Por lo general, la campana no hace sino dilatar la agonía hasta el siguiente asalto, en el que el boxeador, tocado, se derrumbará inevitablemente. Pero en la vida diaria no es así. Todos hemos tenido la experiencia escolar de ser salvados por un timbre. Acuérdense del profesor que pregunta por orden alfabético, la lista que se aproxima peligrosamente a nuestro apellido, las manos que nos sudan, el corazón agitado y, cuando ya parece que nuestra ignorancia en cuestión de derivadas o de ácidos grasos o de escritores románticos nos va a conducir a la debacle, un timbrazo salvador acaba con la hora de clase y nos devuelve la tranquilidad.

Algo de esto está pasando con la crisis financiera mundial. Hace sólo un mes, la Comunidad Valenciana se enfrentaba a un desastre económico sin paliativos como consecuencia de la apuesta exagerada por el ladrillo, de la depredación del territorio y del hundimiento de los valores morales ocasionado por la cultura del pelotazo y de la especulación. En este carnaval de disparates había culpables directos e indirectos. Entre los segundos, las distintas administraciones entregadas alegremente al baile de los PAI, entre los primeros, conocidos sinvergüenzas con nombres y apellidos a los que los escándalos y los juicios habían convertido en personajillos de papel couché, pero -curiosamente- tan apenas en objeto de reprobación social. Ahora resulta que, como el desastre es mundial y los villanos han pasado a tener nombres exóticos -Fortis, Lehman Brothers, AIG, etc.-, de nuestros especuladores ya no se acuerda nadie y dentro de poco los tendremos otra vez campando a sus anchas, elogiados por los poderes públicos en calidad de padres de la patria valenciana. En definitiva, que les ha salvado el timbre, aunque la campana que cierra la sesión bursátil no consiga sacarlos del atolladero.

Se habla mucho de la necesidad de recuperar la confianza para salir de la profunda crisis económica en la que nos hallamos. Es verdad, hace falta confianza. Pero la confianza no sólo hay que tenerla en las entidades, pues detrás de ellas siempre están las personas. No sería la primera vez que personajes de dudosa honradez dejan caer unas siglas para reaparecer poco después bajo un pendón diferente con sus prácticas inmorales de siempre. Y si las personas han defraudado nuestra confianza, la única solución para recuperarla estriba en su deslegitimación social. No se trata de abrir una caza de brujas, se trata de que la actividad económica futura no se realice ya nunca más bajo sospecha. La gente no entiende ahora mismo que los estados se propongan usar su dinero para salvar bancos que dilapidaron lo que también era su dinero. Como si dijéramos: te robo cien euros, pero te los repongo con otros cien que tomo de tu cartera. Lo mismo ocurre a nuestra modesta escala local. Cuando se pasen las ondas de la campanada de estos días, los valencianos llegarán a extrañarse de que los desaprensivos que han dejado miles de personas en el paro, miles de pisos hipotecados sin posibilidad de pagarlos y cientos de paisajes devastados para siempre sigan pavoneándose con el beneplácito de nuestros gobernantes. Zapatero y Rajoy acaban de ponerse de acuerdo sobre la base de dos palabras mágicas, transparencia y control. ¿Y en esta tierra de nuestros pecados? Pues qué quieren que les diga. Para variar, acaba de reactivarse el pelotazo de los terrenos del Valencia CF. Vamos, que no aprendemos y que, por lo visto, la catarsis social no tiene nada que ver con nosotros.

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