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Columna
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La quiebra de un modelo

El asunto ha aflorado varias veces, como un pequeño Guadiana, en el escenario político catalán de las dos últimas décadas. Por ejemplo, durante la impaciente vela de armas del Partido Popular antes de conquistar La Moncloa, allá por los años 1994-95, cuando, por una parte, José María Aznar fichó al ex convergente Pepe Trias de Bes como si éste fuese el mismísimo Cambó redivivo, y por otra, estuvo cortejando a Josep Antoni Duran Lleida y atribuyendo a las gentes de Unió Democràtica el papel de nacionalistas buenos, frente al felipista e intratable Pujol. La cosa reapareció en otros términos una vez que el PP hubo alcanzado la mayoría absoluta. Entonces, en mayo de 2000 y de nuevo a finales de 2001, Aznar ofreció a Convergència i Unió diversas carteras ministeriales a cambio de que CiU aceptara incorporarse a un proyecto común de centro reformista y de alcance estatal, dejando atrás las viejas reivindicaciones nacionalistas.

Del presunto "modelo navarro" sólo hay una cosa que sí tenemos motivos para envidiar: el concierto económico

Aludo, como tal vez ya habrán adivinado, a la tesis según la cual, puesto que al parecer comparten un mismo modelo de sociedad y unos planteamientos económicos semejantes, el centro-derecha nacionalista y la derecha estatalista deberían, en Cataluña, constituir una sola formación política. Dotada de personalidad propia, desde luego, pero incardinada en el Partido Popular español. A la hora de ejemplificar las bondades de esa fórmula, se solían evocar el modelo bávaro (la relación de complementariedad entre la CSU local y la CDU alemana) o, mejor aún -al fin y al cabo, pilla más cerca-, el modelo navarro, el feliz acuerdo sellado en 1991 entre el PP y la Unión del Pueblo Navarro (UPN). Pues bien, la receta bávara vive horas electoralmente bajas; en cuanto al matrimonio PP-UPN, se halla en fase de divorcio.

Las razones inmediatas -tal vez sería mejor decir los pretextos- de ese divorcio son harto conocidas: el partido foralista, que gobierna el viejo reino en minoría, quiere asegurarse la benevolencia o el apoyo pasivo de los socialistas en el Parlamento de Pamplona y, para ello, ha resuelto no votar en contra de los Presupuestos Generales del Estado presentados a las Cortes por el PSOE. Para la cúpula madrileña del PP y para sus medios afines, se trata de una "traición", de una ruptura alevosa del pacto de 1991. Los amantes de las teorías conspirativas, por su parte, se han lanzado ya a la tarea: todo es culpa de un conocido empresario hotelero, paisano y amigo de infancia del presidente navarro, Miguel Sanz, que le ha arrastrado a los brazos de Rodríguez Zapatero con la ayuda de los sortilegios de Pepiño Blanco. Sí, ríanse ustedes, que entretanto círculos próximos al PP ya han insinuado un boicoteo a los hoteles de esa cadena.

Interpretaciones paranoicas y reacciones predemocráticas al margen, las causas de la crisis entre UPN y el PP son a mi juicio mucho más profundas, estructurales, y no circunscritas al escenario navarro. Desde 1979-80 el Estado español ha conocido una acusada transformación jurídico-política e institucional; ha pasado de un unitarismo feroz, de un madrileñocentrismo riguroso en términos de ubicación del poder, a un sistema autonómico de poderes dispersos y policéntricos que ha generado sólidos subsistemas de partidos con carácter territorial, agendas políticas distintas e intereses contrapuestos en una u otra comunidad. No, España no es, al contrario de lo que aseguró demagógicamente José María Aznar, "el país más descentralizado del mundo", pero alberga una veintena de asambleas con poder legislativo, dos o tres regímenes fiscales distintos, al menos cuatro lenguas con rango de oficiales, etcétera.

De los dos grandes partidos estatales, uno -el PSOE- se ha adaptado con dosis desiguales de convicción y de tacticismo a esta nueva realidad. Sin embargo, el otro, el PP, se mantiene filosóficamente refractario a ella, fiel a una cultura política unitaria que concibe el ejercicio del gobierno o de la oposición como en los tiempos de Sagasta o de Maura. Véase, si no, el prurito con que los populares se vanaglorian, en cada campaña electoral, de tener un solo discurso y un solo programa para toda España, y acusan a los socialistas de tener 17. Véase el ordeno y mando cuartelero con que Génova 13 dirige a las organizaciones autonómicas del partido, tenidas por simples terminales de una dirección residente en Madrid. Por hablar de lo que nos resulta más próximo, ¿cuántas veces en las últimas décadas hemos visto los intereses electorales del PP catalán sacrificados y humillados a las conveniencias o a los caprichos de Aznar y de sus sucesores?

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Hace tiempo que este jacobinismo de derechas, este rígido corsé puesto sobre una realidad políticamente tan compleja, se rompe por diversas costuras. Hace tiempo que grupos locales de centro-derecha, como el Partido Regionalista de Cantabria, o el Partido Aragonés, o Unió Mallorquina, prefieren pactar y gobernar con el PSOE, ante la cerrazón unitarista del PP. Ahora, la costura ha estallado incluso en la españolísima Navarra. Hasta los descendientes del requeté de 1936, los herederos del carlo-franquismo del conde de Rodezno y de la familia Del Burgo han concluido que la vinculación al Partido Popular les perjudica, reduce su margen de maniobra política y su capacidad de pacto, les arrastra a unas políticas que, diseñadas desde Madrid, a lo mejor en Pamplona no se comparten.

Vista desde Cataluña, la probable ruptura entre el PP y UPN entierra de una vez por todas la fantasiosa hipótesis de un catalanismo digno de tal nombre articulado con el actual Partido Popular español. Del presunto "modelo navarro" sólo hay una cosa que sí tenemos motivos para envidiar: el concierto económico.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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