El eje anglo-francés y la tibieza española
Un día después de que, de forma espontánea e intemporal, Inglaterra vetara por racismo el estadio Bernabéu, la UEFA que gobiernan un francés -Michel Platini, su presidente- y un británico -el escocés Gordon Taylor, su secretario general- selló la denuncia de un club francés contra el Atlético. Un club militante en el hegemónico deporte español que británicos y franceses hace tiempo que han puesto bajo sospecha: desde Alonso hasta Nadal, incluidos Contador y otros. No se trata de aludir a conspiraciones imaginarias y apelar a cuestiones patrióticas. Que Inglaterra mire ahora por el retrovisor un día antes de que la UEFA saque el látigo no parece casual. Sobre todo, por la desmesura del varapalo, un castigo sin precedentes con el que la UEFA se atribuye por primera vez la potestad de juzgar a las policías nacionales. Insólito.
No obstante, subrayado el abuso de poder de la UEFA, el fútbol español debe armonizar sus políticas y acentuar su intolerancia ante violentos y fascistas, a los que el deporte sólo sirve de pretexto para amplificar sus bajezas. Son muy pocos los clubes que han espantado a sus ultras y muchos los que aún los protegen. Son muy pocos los que actúan con iniciativa y contundencia ante los insultos simiescos y muchos los que se amparan en el y tú más. ¿Por qué no se plantan los equipos locales cuando los visitantes negros son humillados? ¿Por qué los dirigentes no siempre ordenan de inmediato retirar las simbologías neonazis o preconstitucionales? ¿Por qué los clubes no acatan con responsabilidad y de modo ejemplarizante una sanción cuando hay un asalto con bengalas en su estadio o es apalizado un agente de seguridad? ¿Por qué los futbolistas aún tiran serpentinas con sus radicales? ¿Por qué hay mossos contemplativos y antidisturbios implacables? Cada institución tiene que mirarse en el espejo y poner el ventilador en marcha. Lo que más haría purgar a los indeseables sería ser rechazados por su equipo, por su público.
Ante cada incidente, lo habitual es que la parte afectada se escude en una catarata de agravios. Los comités federativos contribuyen a ello, tutelados como están por una federación que en su día no supo dar una disculpa firme a Inglaterra ante los exabruptos de un seleccionador y la vergonzosa coral montada en Chamartín contra futbolistas ingleses. Son esos comités que lo mismo fingen mano blanda ante una cabeza de cochinillo que ante un incendio en Montjuïc; esos comités que una semana sancionan a una institución por pancartas pronazis (Betis) y a la semana siguiente hacen oídos sordos ante una denuncia similar del mismo árbitro (Pérez Burrull) tras el Madrid-Espanyol. Salvo España y el selvático calcio, las principales ligas son mucho menos tolerantes ante estos episodios. Incluido el del dopaje, donde, por ejemplo, pese a la magnitud de la Operación Puerto, no hubo ciclista español con penitencia impuesta por algún equipo o autoridad de su país. Es más, quedan voces que todavía hacen guiños a aquella trama. A España tanta tibieza le ha situado en el ojo del huracán del eje anglo-francés, donde los tabloides o ciertos lobbies en los altos organismos del fútbol atizan la hoguera en cuanto ven la ocasión. El éxito se paga y en España el deportivo es indudable. En aquellas cuestiones que lo emponzoñan aún dista mucho de estar en el podio.
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