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Columna
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Reflujo

Enrique Gil Calvo

A comienzos de la década de los noventa, Víctor Pérez Díaz publicó su obra quizá más conocida, La primacía de la sociedad civil, en defensa de la filosofía política del liberalismo en el mejor sentido de esta expresión. Y en dicha obra se incluía una sección, titulada "Flujo y reflujo de la marea del Estado", que venía a celebrar el inexorable declive del intervencionismo político en la vida civil. Por eso utilizaba la poderosa metáfora de una marea oceánica en retirada, pues tras un siglo presidido por el intervencionismo estatal (primero la revolución desde arriba de Bismarck, después el programa totalitario nazi-soviético, y por fin el socialdemócrata Estado keynesiano del bienestar), la marea del Estado iniciaba su reflujo definitivo, liberando las playas del mercado y las arenas de la sociedad civil de su forzada inundación política. Pues bien, quince años después, hoy parece llegada la hora de invertir el sentido de aquella metáfora marina, pues las aguas que hoy se retiran ya no son las de la marea del Estado sino las de la marea del mercado, tras cuyo aflujo de los años ochenta y noventa asistimos hoy a su ineluctable reflujo causado por la crisis financiera internacional.

Los Estados occidentales están deslegitimados porque han perdido su capacidad de liderazgo

En efecto, tras varias décadas de confianza ciega en las virtudes del mercado, como marea invasora que con su imperialismo del interés privado ha venido inundando una por una todas las esferas públicas del interés general, hoy asistimos a una brusca oscilación pendular de signo contrario. El mercado libre ha muerto, así que viva el Estado interventor, como valor-refugio destinado a proteger nuestros intereses privados y única tabla de salvación capaz de conjurar la inminente ruina general. Y este reflujo de la marea del mercado en retirada se advierte incluso en las metáforas que utilizan sus agentes, cuando hablan de la sequía del crédito y de la falta de liquidez crediticia. De modo que todos los mercados, tanto el bursátil como el interbancario, y no digamos ya el hipotecario y el inmobiliario, se han quedado completamente secos, pues nadie quiere arriesgarse a invertir sus menguantes activos en ellos.

Dicho sea en los términos de Hirschman (Exit, voice and loyalty, 1970), se está produciendo una salida generalizada de todos los mercados por parte de sus anteriores partícipes, que los abandonan a la vez en una suerte de estampida simultánea. Y ante el vacío creado en los ya desiertos mercados, se reclama que los poderes públicos intervengan para que el poder del Estado rellene ese insufrible vacío de poder. De ahí los planes de rescate que están improvisando los abrumados Gobiernos, con nacionalizaciones de créditos, compra pública de activos privados y transfusiones masivas de liquidez inyectada por los bancos centrales, en una inesperada orgía de proteccionismo estatal a la que ya me referí en mi columna anterior (Neoproteccionismo, EL PAÍS, 29-09-08).

Pero, ¿hasta qué punto puede el Estado suplir el vacío del mercado? ¿De verdad forman ambas instituciones una especie de balancín pendular (como se sobrentiende en la metáfora de la marea), en donde a la baja de uno de sus miembros ha de corresponderle el alza del otro capaz de compensar el equilibrio del sistema? Así lo creyó en un principio Hirschman, cuando entendía la acción pública como el reverso en negativo de los intereses privados (Shifting involvements, 1982). Pero posteriormente rechazó el modelo pendular de balancín, pues ambas instancias, Estado y mercado, podrían ascender o declinar las dos a la vez, como pasa ahora. ¿Podemos confiar en que hoy el poder del Estado sabrá compensar los actuales fracasos del mercado? Me temo que sería mucho esperar, pues existen al menos dos tipos de razones que sugieren la impotencia del Estado, en paralelo a la parálisis del mercado.

La primera razón es técnica, pues si el Estado interviene comprando activos, a la larga pagarán justos por pecadores porque la mala moneda siempre expulsa a la buena, según la llamada Ley de Gresham. Y si el Estado se dedica a nacionalizar activos, los créditos sucios terminarán por desplazar a los limpios, profundizando la crisis todavía más. Pero aún hay otra razón mucho más general, y es que la acción del Estado sólo puede ser eficaz en la medida en que resulte legítima o creíble a los ojos de aquellos sobre quienes se aplica.

Dicho de otro modo, el poder del Estado depende de su autoridad moral. Y hoy los Estados occidentales están deslegitimados porque han perdido su capacidad de liderazgo. En el caso de la Administración de Bush, esto es evidente, y ya veremos si Obama resulta capaz de liderar el mundo con un mínimo de credibilidad. Pero en la Unión Europea no estamos mejor, pues el liderazgo político exige concertación y concentración del poder, en vez de la actual dispersión confederal. De ahí que unos y otros estemos condenados a la estéril impotencia, asistiendo pasivamente al ruinoso vaciamiento de la marea del mercado en reflujo.

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