¡Qué buena es la gente!
Y dicho esto, puede parecer que me ha entrado la vena viva la gente primaveral. Para nada. Estamos en otoño, ya se nota el frío, existe la amenaza de la virulenta gripe y empiezan a machacarnos con la lotería de navidad. Pero, con la reentré, me he propuesto hacer ejercicio, aunque mental, e intentar fijarme en la paciencia y la generosidad humana. La verdad, es muy reconfortante. Y no me refiero sólo a la gente que inventa páginas que inundan los buzones de los correos electrónicos, con frases y fotos preciosas (algunas pelín horteras) llenas de ternura, exaltación de la amistad y amor infinito.
También te encuentras gente buena por ahí, en cualquier tienda. El otro día, por ejemplo, fui a comprarle un juguete erótico a una amiga por su cumple, y dudaba entre uno de un tamaño discreto y uno muy, muy hermoso, que era el que me recomendaba la vendedora. Y sumergidas en una charla muy instructiva, ni nos dimos cuenta del repartidor que había entrado al local, y que seguía, como quien no quiere la cosa, nuestra conversación. Ante mi duda, el buen hombre, sin poder contenerse, soltó un suspiro del alma y un: "Eso es muy exagerado, ¿no? Ese tamaño... no existe". Y piensas: qué majo, éste ya hizo la buena acción del día. Además de dar su aportación, nos hizo reír con ganas.
También te encuentras buena gente en el trabajo. No hace mucho, durante los ensayos de una obra de teatro, en una escena necesitaba un grupo de gente que estuviera quieta al fondo del escenario. Precisamente en ese momento, y como caídos del cielo, aparecen sigilosamente allí un grupo de técnicos (o eso pensaba yo). Les pedí que se colocaran, cual maceros, al fondo y siguieran interesados la escena; lo debí pedir con tal vehemencia que me hicieron caso sin rechistar. Aquellos hombres aguerridos con buzos y chalecos reflectantes perdidos al fondo reforzaban el drama del primer término. Estábamos tan concentrados que no nos importaba ni que se parase el mundo. Les pedí que gritaran "¡Viva!" Y gritaban a pleno pulmón. Bien. Repetimos y repetimos la escena, hasta que uno de ellos, apurado, y sin querer fastidiar el ensayo, levantó tímidamente el dedo como en el cole y me dijo que lo sentían mucho, que por ellos encantados de echarnos un cable, pero que se tenían que marchar, porque tenían el camión en doble fila y ellos, en realidad, sólo habían venido a recoger un piano de cola que estaba detrás del escenario. Se marcharon. Y a los cinco minutos, al rebobinar la situación, nos entró tal ataque de risa que tuvimos que parar el ensayo.
Y así, con este ejercicio, he perdido cinco kilos, pero no kilogramos, sino cinco kilo-jodiendas. Y vivo mucho mejor (o lo intento). No es poco.
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