En días como este
Supongo que a lo largo del día de hoy se irán desarrollando todas esas ceremonias enchaquetadas de ilusoria identificación colectiva que celebran no se sabe ya qué cosa, si el desastre de la Batalla de Almansa o (como dijo con tanta gracia en su momento Ramón Izquierdo, uno de esos temibles alcaldes que ha padecido la ciudad de Valencia) la incorporación de los valencianos a la civilización occidental. Vaya civilización y vaya occidente. Pero vayamos a lo nuestro. Ser valenciano cansa, y todavía más vivir en Valencia, pese al entusiasmo de monaguillo sin roquete que despliega Francisco Camps. En otros tiempos, que algo tienen que ver con la efemérides de estos días, un tipo como Rafael Blasco habría sido cuando menos uno de los hijos bienamados de los Borgia, de cualquiera de ellos, en lugar de andar revoloteando de consejería en consejería hasta la jubilación anticipada, que bien se la ha ganado. Pero ¿qué me dicen de Carlos Fabra? Ese sí que es un prócer de Nápoles y Sicilia, un romano castellonero de postín que antes o después, siguiendo el guión de Francis Ford Coppola que él mismo se ha marcado, deberá sacrificarse sin remedio por su auténtica familia.
Sea lo que fuere lo que se celebra en el día de hoy, lo cierto es que la efemérides sobrepasa a los personajes que la rememoran, y que todo suena a las reverencias de la tribu hacia un pasado que consideran acaso más esplendoroso que la triste realidad del presente, que incluye una Universidad sin financiación, una Sanidad lamentable y una Escuela Pública que nada tiene que envidiar a los barracones de Guantánamo. Porque ser valenciano no sólo produce cierta fatiga, sino que es también producto de una cierta ambigüedad perpleja según la cual la identidad tiene un pie en lo que realmente se es y el otro en lo que quizás se podría ser, una posición bastante incómoda de estirpe circense en la que sólo los funambulistas más avezados consiguen hacer fortuna. Aquí, como todo el mundo sabe, no hay valenciano más valenciano que Ricardo Costa, debido tal vez a que no se ha atrevido a ser del todo castellonero y hasta sus últimas consecuencias, mientras que el Pollo de Cartagena, alicantino militante hasta la secesión, anda hoy por esos mundos de cabina en cabina como empleado de Telefónica.
Ya dijo Unamuno, ese cerebro cojonudo, que a los valencianos nos pierde la estética. A unos más que a otros, ciertamente, y si no vean el curioso caso de Calatrava vs Calatrava, un arquitecto en pelea constante consigo mismo a cuenta de un quítame allá esta modificación de presupuesto; el más patético todavía de Consuelo Ciscar, cuya pasión estética bajo especie de artes plásticas ha terminado devorándola hasta el punto de que se diría desaparecida en una tela póstuma de Francis Bacon, con lo dispuesta que estaba siempre a hacernos reír un buen rato. No son casos aislados, porque ya me dirán dónde están aquellos miles de cineastas que aparecerían como hongos una vez que echara a andar la Escuela de Guionistas, dónde las vetustas vanguardias de artes plásticas que iban a comerse Nueva York de la mano del Consorcio de Museos y que hoy apenas si se les ve por su casa a la hora de comer, dónde la integración institucional de la escena valenciana en los grandes circuitos del teatro mundial y dónde, en fin, esa pléyade de escritores cuya fama estaba destinada a oscurecer el brillo del boom latinoamericano. Lo que de verdad se celebra es que todo esto, y mucho más, no haya degenerado todavía en intifada.
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