Grandezas de una infamia

La grandeza de esta fiesta radica, entre otras cosas, en que rara es la tarde en la que un detalle, una ráfaga, un instante fugaz, a veces casi imperceptible, no se convierte en un trallazo para el sentimiento.

Volvía ayer a Las Ventas Frascuelo -60 años cumplidos y 34 de alternativa, cuajados de sueños, y casi todos por cumplir- después de la grave cogida que sufrió en el San Isidro pasado. Y la plaza, encariñada desde siempre con este torero, le obligó a salir al tercio y responder, montera en mano, a una sentida ovación. Es un romántico, sin duda, este hombre; sus veteranos muslos están dibujados por cicatrices todavía ardientes; ya no le acompañan las facultades juveniles ni un corazón virginal, pero, válgame Dios, tiene andares toreros y desparrama solera allá por donde va. La media verónica con la que dejó en suerte a su primero ante el caballo fue de categoría; como lo fueron esos doblones por bajo, majestuosos y preñados de elegancia, con los que inició el trasteo de muleta en sus dos toros. Brindó, agradecido, su primero al público, pero no pudo redondear la tarde; en parte, porque el paso del tiempo es cruel para todos y, en otra parte, porque su lote no era de triunfo: rajado y soso uno, y de embestida descompuesta el otro. Se marchó Frascuelo en silencio, masticando, quizá, otra tarde soñada en la futura lejanía, pero perdió, quién sabe, una oportunidad de oro para decir adiós y poner broche de oro a una trayectoria dignísima que ha contado con el favor de buenos aficionados. Pero los sueños de los toreros son inescrutables, como los designios de Dios.

Otros momentos de inspiración los protagonizaron Luis Carlos Aranda y José L. Romero Lipi, que colocaron sendos extraordinarios pares de banderillas en el primero y cuarto toros, respectivamente, saliendo andando de la suerte, como los grandes toreros.

Esbozó la verónica Morenito de Aranda en el segundo, totalmente inservible, y demostró voluntad a raudales ante el sosísimo quinto, aunque su disposición no sirvió de nada ante la falta de clase de su oponente. Y un par de verónicas trazó Joselillo en el sexto, un sobrero noblote y descastado.

Fueron éstas las ráfagas de grandeza, pero lo más grande, por desgracia, fue la infame corrida de Peñajara, mal presentada y cuajada de defectos. El público protestó ruidosamente la presencia del tercero, pero el presidente que lo había aceptado se hizo el sordo. La devolución del sexto no le exime de una actuación nefasta. Se acabó la Feria de Otoño, a la que sólo la han salvado las grandezas históricas de un torerazo llamado Miguel Ángel Perera y la casta de algunos ejemplares de Victorino Martín.