Un siglo de vida de Bilbao con arte
El Bellas Artes resume la memoria estética y sentimental de la ciudad en el último siglo
En 1923 el crítico de arte Juan de la Encina -seudónimo de Ricardo Gutiérrez Abascal- escribía en un diario madrileño que el Museo de Bellas Artes de Bilbao era "uno de los pocos lugares recogidos de la villa" y también "uno de los pocos lugares donde ha quedado prendido un ligero jirón de historia".
Juan de la Encina hablaba del primitivo museo ubicado en el antiguo Hospital de Achuri, antecedente de la pinacoteca que ahora cumple sus primeros cien años. No hablaba del Museo del Parque de doña Casilda Iturrizar que todos conocemos y que hasta hace bien poco (hasta la creación del Museo Guggenheim) fue el Museo por antonomasia de Bilbao. El museo del parque (no hacen falta más señas) forma parte no sólo de la educación estética de muchos bilbaínos a lo largo de varias generaciones, sino de su educación sentimental. Y es también un reflejo de la evolución social, urbana y cultural de la ciudad.
Las grandes donaciones fueron la base para una completa pinacoteca
La apertura hacia el carácter exterior y la evolución, han sido una constante
Cuando Juan de la Encina escribía sobre el escaso apego de Bilbao hacia su patrimonio histórico y sobre, en general, su predisposición a tirar de piqueta con la menor excusa, el museo llevaba ya nueve años de existencia física. Había nacido en un momento de despegue económico y de transición, cuando Bilbao era un laboratorio social del que acaban de salir o saldrían fórmulas nuevas, a menudo explosivas para unos ciudadanos apegados al mundo tradicional. La villa levítica se transformaba en urbe con pujos cosmopolitas y tranvías cubistas que chocaban en el Arenal para que los pintase Antonio de Guezala. Porque además de inversores, vendedores y compradores de hierro, navieros y millonarios de distintas clases, en la ciudad había extrañas gentes que pintaban, esculpían y escribían. Pero los millonarios, además de invertir su dinero en crear empresas y ganar más millones, también compraban cuadros. Por su parte, el arte vasco conocía una eclosión sin precedentes; los pintores del país eran importantes en calidad y cantidad. Y a ello había que añadir la inteligencia de unas instituciones (Ayuntamiento y Diputación) capaces de entender que el mundo cambiaba velozmente a su alrededor.
De semejante conjunción nacería el 5 de octubre de 1908 el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Nacimiento jurídico que se iba a materializar con la apertura en 1914 de la pinacoteca en el edificio de Achuri -"quizá el mejor de España en su clase", según Pascual Madoz- bajo la dirección del pintor Manuel Losada. Pero el Museo nacía mermado de posibilidades. En la Memoria de 1920 se comunicaba que había 54 obras sin exponer y que las demás se hallaban "en un hacinamiento impropio de una exhibición razonable". Las grandes donaciones de particulares van a formar la base de uno de los museos provinciales de arte más completos de Europa.
Curiosamente, el problema del Museo de Bilbao, durante muchos años, no será el contenido, sino el continente. De algún modo, es la metáfora de la propia ciudad en expansión, llena de contenido, ciudad del homo faber donde el humo únicamente sale de las chimeneas y no como producto de venta al público.
El problema va a ser el espacio. No es posible compartir el escaso espacio de Achuri, dedicado mayoritariamente a la pintura antigua, con las obras modernas. ¿La pintura termina en Rosales? Es lo que se preguntan algunos críticos. Y la respuesta negativa desemboca en la creación en 1924 del Museo de Arte Moderno, instalado en el edificio de archivos y biblioteca de la Diputación y dirigido por Aurelio Arteta hasta 1927, año en que presentó su dimisión con polémica incluida.
En la década de los 20 los museos de Bilbao, escribe Juan de la Encina, siguen "mal albergados en locales insuficientes". Se planea construir un Palacio de los Museos que los acoja a todos. Un proyecto que para muchos es una "bilbainada". Joaquín Zuazagoitia opinaba en el diario Euzkadi que "lo primero que hay que desterrar, si se quiere hacer algo práctico, es esa denominación. La falta de sentido de la medida ha hecho que se frustren muchas cosas estimables. La palabra 'palacio' es ya una desproporción".
Palacio o no, lo que ya estaba claro era que el futuro museo debía instalarse en el Ensanche. La pugna entre el Casco Viejo y la nueva ciudad estaba sentenciada. Pero los proyectos para levantar un edificio nuevo se quedarán en eso, en ideas más o menos pragmáticas o desproporcionadas. Luego vendrá la gran fractura de la guerra civil.
Concluida la contienda, comienza la historia actual del Museo del Parque, es decir, del Museo de Bellas Artes de Bilbao. Se aprueba su construcción en 1939, pero no se termina el edificio hasta 1945. Faltan personas (Juan de la Encina y Aurelio Arteta morirán, como muchos exiliados, en México) y faltan medios. Falta cemento para llevar a cabo la ejecución del edificio sobrio y elegante de Fernando Urrutia. Hay que pedírselo al Gobierno Civil. El presupuesto inicial fue de menos de un millón y medio de pesetas (incluido el valor del terreno) y terminó alcanzando más de cuatro millones. A la inauguración, celebrada el 17 de junio de 1945, asistieron José Félix de Lequerica, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores, el alcalde de Bilbao, Joaquín Zuazagoitia, y el marqués de Lozoya, director general de Bellas Artes. Todo, probablemente, revestido de estética dorsiana. El propio Eugenio D?Ors, años después, dirá que el mejor cuadro de la pinacoteca bilbaína es el amplio ventanal de su fachada oeste.
Serán años difíciles, pero el museo, que integrará a partir de entonces arte antiguo y moderno, seguirá su camino. Durante la primera posguerra las salas del museo del parque serán el único testimonio de un tiempo abolido. La censura puede ponerle túnica a una musa desnuda, pero no puede tapar todas las desnudeces, ni cerrarle la boca a Unamuno dentro de un cuadro de Joaquín Sorolla y, menos aún, de Daniel Vázquez Díaz. Porque los cuadros hablan y dicen lo que piensan. Y en los años 40 y 50, los cuadros del Museo del Parque siguen contando cosas a quien quiera escucharlos.
En los años 60 lo que ocurre en la calle también llega a sus salas. El Museo de Bilbao está vivo y empieza a recoger lo más adelantado de la pintura contemporánea española, la Escuela de Madrid, el grupo El Paso, Dau al Set... El Bilbao de Ibarrola y Blas de Otero (retratado por Álvaro Delgado), de Mari Puri Herrero, Dionisio Blanco y José Barceló también entra en él. Como llega en los años 70 el Bilbao pop albardado de sillas de plástico y cafeterías psicodélicas. Es en 1970 cuando el museo se amplía con el edificio moderno a lo Mies van der Rohe. Y es cuando empieza una época de difíciles condiciones económicas.
La crisis del petróleo y la transición política hacia la democracia tendrán también su correlato en la pinacoteca bilbaína. En este tiempo, sin embargo, el museo se abrirá hacia el exterior como nunca antes. El poeta Javier de Bengoechea realizará en ese periodo una magnífica labor al frente del museo, pero terminará de modo tan abrupto como su antecesor Aurelio Arteta. Su cese en el cargo, al igual que otros avatares de la institución, también será un reflejo del momento social del país y la ciudad.
El siglo del Museo de Bilbao es también el siglo de la villa que hace cien años empezaba una transformación sin precedentes. Y el balance no puede ser mejor. Más de siete mil piezas que compendian diez siglos de arte y una evolución que se muestra ejemplar. En su Museo, Bilbao tiene presente y futuro, pero -como decía Juan de la Encina- gracias a él también tiene pasado.
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