Pasión por las minorías
En más de un lugar habrá lectores que se acordarán de aquel diálogo de la película Memorias de África en el que uno de los patéticamente esnobs colonos británicos informa al resto que George Shuttleworth se ha ido a vivir a un árbol con un mandril. Uno de ellos pregunta: ¿macho o hembra?, y la respuesta viene con la superioridad moral que sólo produce la certeza de ser uno de los señores del universo: ¡hembra por supuesto..., el pobre Georges es tan terriblemente normal!
Quizá Paulson y Bernanke pensaron que su plan de rescate era tan inevitable que a la mayoría de los ciudadanos les parecería normal. Si al final se aprueba y nos evita una recesión mundial es posible que tengan razón. Pero una semana después de su presentación la mayoría piensa que nuestro sistema económico funciona con una irresistible pasión por las minorías, sobre todo si son las de Wall Street. Y el Congreso ha actuado en consecuencia pidiéndoles que lo piensen mejor.
Muchos creen que el sistema tiene pasión por las minorías, sobre todo si son las de Wall Street
Será duro y global pero, por mucho ruido que hoy se escuche, esto no es el fin del mundo
Nadie debería extrañarse ante esa reacción. Cuando lo que está ocurriendo en los mercados globales se presenta como el resultado de la prepotencia y de la avaricia de unos especuladores que durante un decenio han estado cebando una bomba de relojería, aun a sabiendas de que cuando estallara inexorablemente se llevaría por delante una parte muy sustancial de la riqueza financiera mundial, no se puede esperar otra cosa. Si además a la mayoría se le informa de que el salvamento se hace por su bien, porque si Wall Street colapsa la economía mundial entrará en la peor recesión desde la Gran Depresión, y su empleo y sus ahorros pueden evaporarse, lo normal es que al enfado le sumemos la angustia colectiva.
Una crisis financiera siempre es algo tan extraordinariamente complejo que los atajos para describir sus orígenes y consecuencias están condenados al fracaso. Pero quizá todos deberíamos sospechar que para desencadenar algo tan grave hace falta algo más que la avaricia de unos centenares de traders y la somnolencia de unas decenas de burócratas encargados de regular esos complejos mercados. Para que haya durado tanto, alguien más ha tenido que participar de los beneficios, aunque hoy se esté poniendo de perfil.
Obviamente así ha sido.
Las subprime no hubieran jamás despegado sin las mentes a las que se les ocurrió empaquetar esos riesgos y sin las agencias de rating que creyeron en la alquimia financiera y las bautizaron como inversiones seguras.
Pero tampoco sin los pobres, que se convencieron de que era razonable falsear sus ingresos si eso les permitía acceder a una casa y una hipoteca que jamás iban a ser capaces de pagar. Sin los políticos, que supieron sacar rentabilidad electoral al clientelismo político. O sin esas "clases medias" que no mostraron asombro alguno cuando sus fondos de inversión y de pensiones -repletos de los nuevos activos de riesgo- comenzaron a arrojar rentabilidades que les permitían mantener sus expectativas de ingresos futuros sin tener que ahorrar un dólar más. Como tampoco los empresarios y emprendedores, que encontraron en los nuevos instrumentos, ayer exóticos hoy tóxicos, una financiación a precios inverosímiles para crear o ampliar sus empresas.
Tampoco hubiese sido posible sin las universidades que elegantemente formalizaron por qué era deseable y eficaz que el riesgo se segmentase y se cotizara en mercados no organizados para que acabara en manos de quienes pudieran soportarlo y no -como temía la gente menos sofisticada- en quienes no entendían lo que compraban.
Y para qué hablar de los políticos en el Gobierno y en la oposición, de los presidentes de la FED y de todos los que han participado en la fiesta económica que para muchos -no para todos- ha supuesto la larga fase de crecimiento sin inflación que se ha dado en la economía global desde 1991.
Aunque para la inteligencia colectiva sería preferible presentar un recuento más complejo y equilibrado del cataclismo que tenemos entre manos, en nuestra sociedad la simplificación de la narrativa social y la exculpación de las mayorías es una tención irresistible.
También lo es el olvido. Hoy a algunos les sonará a sarcasmo, pero a los años que han precedido a esta crisis se les conoce no como en la Gran Depresión -los felices años veinte- sino como los años de la "gran moderación" porque precisamente ésa era la sensación que la mayoría tenía: que no había nada equivocado -mucho menos, moralmente erróneo- en lo que estaban haciendo. Hasta hace apenas unos meses todo era perfectamente normal. Tan terriblemente normal como la vida que en la selva esperaba al pobre Georges.
Arreglar el desaguisado financiero que las autoridades norteamericanas tienen entre manos requiere más que imaginación técnica muchos recursos financieros y, sobre todo, tacto político. No es la primera crisis financiera a la que tenemos que enfrentarnos y se sabe muy bien qué hay que hacer. Para minimizar los impactos sobre la economía real -es decir, sobre el ciudadano- el Tesoro tiene que poner sobre la mesa los recursos suficientes para que la confianza en el sistema retorne, los mercados vuelvan a funcionar y se pare la corrida de depósitos. Y hay que hacerlo de la forma más rápida, transparente y eficiente para el contribuyente.
Hay que crear los incentivos suficientes para que la codicia sustituya al miedo. Crear las condiciones de seguridad jurídica y precio que hagan que los activos ilíquidos de hoy sean las gangas de mañana. Y conseguir que aparezcan nuevos inversores dispuestos a poner el capital necesario en las instituciones que hoy existen o que, como consecuencia de las fusiones y los huecos abiertos, van a aparecer.
Dentro de la calamidad, resulta alentador que las instituciones americanas se cuestionen -en circunstancias críticas- ceder al secretario del Tesoro las potestades que inicialmente solicitó, le pongan límites, plazos y condiciones a los recursos que van a liberar, y que se asuma como principio que los ciudadanos van a retener el derecho a recuperar parte de lo que hoy están adelantando. También está muy bien que solemnemente se declare que esta crisis acabará con las insuficiencias regulatorias que supuestamente la han hecho inevitable. Y que los dueños del mundo de Wall Street vean recortados sus privilegios. Nada mejor para parar el populismo que encontrar soluciones que compartan los valores y principios que la mayoría tiene por justos. Nadie puede estar por encima de la ley. Parece una obviedad, pero a estas alturas ya no lo parecía tanto.
La convicción de que Estados Unidos, pese al desastre de credibilidad política y moral de los últimos años, tiene un sólido y sofisticado sistema de equilibrios institucionales es lo que seguramente ha impedido que las variables financieras norteamericanas -y especialmente el dólar- se comportasen como las de un país emergente golpeado por la desconfianza de los mercados. El rechazo del programa y el inicio de una nueva negociación no es sino la contrapartida democrática necesaria para que el Congreso le conceda a Paulson -o a sus sucesores- la chequera. Y si hay recursos el programa funcionará. Y si no lo hace se ampliarán o se modificarán sus aspectos técnicos hasta que todo vaya como la seda. En el entretanto, en el sector financiero se producirá otro episodio de destrucción creativa, y la economía real pagará la cuenta de los excesos propios y ajenos.
Será duro y global pero, por mucho ruido que hoy se escuche, esto no es el fin del mundo. Ni siquiera es previsible que la tesis de que la "banca nunca más volverá a ser lo que fue" sea algo más que puro voluntarismo de algunos. Que tengan cuidado: como sabía Santa Teresa, no hay nada más peligrosamente amargo que las plegarias atendidas. Mientras el sistema sea capaz de generar incentivos para intermediar entre el ahorro de unos y las necesidades de inversión de otros, la banca estará ahí. No toda la banca, pero sí la mejor. Aunque también ella tenga que estar momentáneamente apoyada por sus Gobiernos.
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