Las 36 horas más críticas
Reconstrucción de los movimientos que llevaron en dos días a poner en marcha la mayor intervención económica de la historia
El miércoles 17 de septiembre, por la mañana temprano, los ejecutivos de Pershing Square, el fondo de cobertura de Bill Ackman, empezó a recibir llamadas y correos electrónicos de inversores nerviosos. Ackman, de 42 años, lleva 15 siendo uno de los principales actores de Wall Street, y ha ganado para sus clientes -y para sí mismo- miles de millones de dólares. Pero ahora él y sus colaboradores se sentían desconcertados. A sus clientes les preocupaban los activos que Pershing tenía en manos de Goldman Sachs, el banco de inversión puntero, cuyas acciones estaban sitiadas.
Daba igual que Goldman mantuviese los activos de Pershing en una cuenta separada, y que el dinero estuviera seguro. Y daba igual que Ackman creyese que Goldman era el banco de inversión mejor dirigido del mundo y que saldría indemne de la crisis.
"Sin plan de rescate, nos quedamos sin economía el lunes", advirtió Bernanke
El jueves, la necesidad de una acción drástica era más urgente
Un bromista puso el himno nacional en Goldman Sachs. Las acciones rebotaron
La prohibición de las ventas en corto intentaba asustar a los especuladores
Paulson y Bernanke han tardado dos semanas en lograr aprobar el rescate
Los inversores de Pershing seguían temiendo que su dinero corriese peligro. Pershing tenía más fe que la mayoría. En todo Wall Street, fondos de cobertura con miles de millones de euros en Goldman y en Morgan Stanley, otro célebre banco de inversión, estaban sacando frenéticamente el dinero y buscando refugios más seguros.
El pánico se extendía, en dos de los días más terroríficos de todos los tiempos para los mercados financieros, y los mayores inversores -no los pequeños- eran los que más pánico tenían.
Así es una crisis crediticia. No se parece a una crisis bursátil, en la que el aterrador desplome de las acciones es obvio para todos. La crisis crediticia se desarrolla en lugares que la mayoría no ve. Es la negativa de los bancos a prestar a otros bancos, a pesar de que ésa es una de las funciones esenciales del sistema bancario. Es una pérdida de confianza en instituciones en apariencia saneadas como Morgan Stanley y Goldman. Es la retirada de efectivo por parte de fondos de cobertura en estado de pánico. Son inversores asustados que se protegen comprando derivados de crédito -una póliza de seguro financiero contra posibles quiebras- a precios 30 veces superiores a los que pagarían normalmente.
Fue este periodo de 36 horas hace dos semanas -desde la mañana del miércoles 17 de septiembre hasta la tarde del jueves 18 de septiembre- el que asustó a los políticos, al abrir fisuras en todo el sistema financiero mundial.
Con las prisas por hacer algo, y hacerlo rápido, el presidente de la Reserva Federal, Ben S. Bernanke, y el secretario del Tesoro estadounidense Henry M. Paulson concluían que había llegado el momento de usar el plan de rescate de "romper el cristal" que habían estado desarrollando. Pero con tanta urgencia, eludieron un paso crucial en Washington y redactaron su plan de rescate de 500.000 millones de euros sin hacer los preparatorios políticos, lo cual provocó un estruendoso rechazo el pasado lunes en la Cámara de Representantes, sólo salvado más tarde.
Ese jueves por la tarde, sin embargo, el tiempo era crucial. En una reunión organizada a toda prisa en la sala de conferencias de la presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi, los dos hombres presentaban a los líderes del Congreso, en los términos más lúgubres que pueda imaginarse, un esquema del plan de medio billón de euros. "Si no lo hacemos", decía Bernanke, de acuerdo con varios asistentes a la reunión, "es posible que el lunes no tengamos economía".
Los ejecutivos de Wall Street y las autoridades federales sabían desde el fin de semana anterior que probablemente sería una semana difícil. Después de que el Gobierno se negase a ofrecer las mismas garantías financieras que habían ayudado a salvar Bear Stearns, Fannie Mae y Freddie Mac, el sábado habían fracasado los esfuerzos por lograr un comprador para Lehman Brothers.
El domingo se dedicó a la preparación para afrontar la quiebra de Lehman, anunciada el lunes por la mañana. Merrill Lynch, temiendo ser el siguiente, había aceptado que lo comprase Bank of America. La aseguradora AIG, luego rescatada, estaba al borde del hundimiento. El lunes 15 de septiembre el índice Dow Jones se desplomaba 504 puntos, un 4,4%. Se respiraba el pánico.
En esas reuniones de fin de semana, ejecutivos de Wall Street y altos cargos federales hablaron de la posibilidad de contagio: que la quiebra de Lehman pudiera sembrar tanto miedo entre los inversores que el mercado "se volviese contra la siguiente sociedad más débil del rebaño", como decía un funcionario federal.
Esa sociedad, todos lo sabían, sería probablemente Morgan Stanley, cuyas acciones llevaban cayendo desde el lunes anterior. A las tres horas de la apertura del mercado, el martes 16 de septiembre las acciones de Morgan Stanley caían otro 28%, y el aumento del coste de sus derivados de crédito daba a entender que sus inversores predecían la quiebra.
Para aplacar el pánico, Morgan publicó sus cuentas un día antes: el martes tras el cierre del mercado. Los beneficios eran magníficos -1.027 millones de euros, sólo un descenso del 3% respecto a 2007- y se creía que eso daría a los inversores la noche para asimilar la buena noticia.
Pero el contagio se extendía. El problema planteado por la quiebra de Lehman no eran las pérdidas sufridas por los fondos de alto riesgo y otros inversores que habían negociado acciones o bonos. Eso se podía manejar. El verdadero problema era que un puñado de hedge funds que usaban la sucursal de la sociedad en Londres para gestionar sus operaciones tenían miles de millones de euros en balances congelados en la quiebra.
Por ejemplo, Diamond Capital Management, un fondo de alto riesgo de 2.100 millones de euros, les decía a sus inversores que el 14,9% de sus activos estaban inmovilizados en la quiebra de Lehman: el dinero no se podía sacar. Mientras se difundía esta noticia, uno de cada dos gestores de fondos de alto riesgo tenía que preocuparse por si las cuentas que tenían en otras sociedades de Wall Street podían correr una suerte similar. Y Morgan Stanley y Goldman Sachs era las dos mayores sociedades que quedaban para prestar este servicio de gestión. Por eso los inversores estaban llamando a Ackman. Y eso es lo que hizo que los fondos sacaran dinero de Morgan Stanley y Goldman Sachs, se protegieran contra el riesgo contratando derivados de crédito que cubrieran las pérdidas si alguna de las dos sociedades no podía pagar el dinero que debía, o ambas cosas a la vez. Era el miedo, no la avaricia, lo que guiaba las acciones de todos.
Había otra mala noticia que asustaba a los inversores, y a las autoridades públicas. El martes, el Reserve Primary Fund, un fondo de inversión de 46.000 millones de euros, y dos fondos relacionados más pequeños, revelaban que habían "roto el dólar" y sólo pagarían a los inversores 97 centavos por dólar.
Los fondos cumplen una función básica. Usan el dinero de los inversores para hacer préstamos a corto plazo, conocidos como papel comercial, a grandes empresas como General Motors, IBM y Microsoft. El papel comercial es atractivo para los fondos porque les ofrece un interés mayor que, pongamos, los bonos del Tesoro, aunque sigue considerándose relativamente seguro.
Una retirada de dinero de los fondos podría obligar a los gestores a eludir el papel comercial, por temor a que los préstamos dejasen de ser seguros. Una razón dada por Reserve Primary Fund para bajar del dólar era que había comprado papel comercial de Lehman con un valor nominal de 565 millones de euros que ahora valía poco debido a la quiebra. Si los fondos empezaban a abstenerse de comprar papel comercial, a las empresas podría resultarles mucho más difícil reunir el dinero necesario para pagar a los trabajadores, por ejemplo. Llegado ese punto, no sólo se congelarían los mercados crediticios, sino la propia economía.
Igualmente importante, en opinión de las autoridades, era que desde hacía mucho tiempo los inversores consideraban que los fondos de dinero eran algo parecido a las cuentas bancarias: un lugar seguro para acumular efectivo y obtener intereses por ese dinero. "Romper el dólar fue el Rubicón", comentaba un alto cargo federal. "Era la primera vez que se veían noticias que hablaban de cuánto estaba afectando la crisis a la gente de verdad". Los grandes inversores institucionales llevaban desde el lunes retirando dinero de los fondos monetarios. El martes, los particulares se unieron a la estampida. Las autoridades lo observaban alarmadas.
Sorprendentemente, los inversores bursátiles -sintiéndose mejor por el plan de rescate de AIG- o bien no captaban o bien pasaban por alto el creciente caos de los mercados crediticios; el Dow subía de hecho un 1,3% el martes.
El respiro fue breve. El miércoles 17 de septiembre fue uno de esos días negros y feos del mercado, que no ofrece ni siquiera un atisbo de esperanza. A los pocos segundos de abrir la bolsa, el Dow Jones perdía 160 puntos. Entre los grandes perdedores se encontraba Morgan Stanley. A pesar de los altos beneficios publicados a última hora del martes, sus acciones seguían desplomándose. El Dow cerraba con una bajada de 449 puntos, un 4,06%.
Y eso era sólo lo que los inversores veían. Entre bambalinas, los mercados crediticios casi se habían congelado. Los bancos se negaban a prestarse entre sí, y los márgenes de los derivados de crédito de las acciones financieras surcaban aguas ignotas.
Además, la pérdida de los fondos monetarios seguía. En una huida hacia la seguridad, los inversores sacaban el dinero de acciones y bonos e incluso de los fondos y compraban la inversión más segura del mundo: letras del Tesoro. Como resultado, la rentabilidad de las letras a corto caía casi a cero. Algo casi inaudito.
En la Bolsa, Ehrlich, de UBS, estaba horrorizado por el desplome de Morgan Stanley, dados sus beneficios estelares. "Era como si el suelo se hubiera abierto bajo mis pies", comenta. "No sabía dónde iba a acabar".
Tampoco lo sabía el director general de Morgan Stanley, John J. Mack. Las acciones de su firma
habían caído a menos de la mitad en una semana de 45 a 22 dólares. "No hay una base racional", decía. Mack atacaba con dureza a aquellos que consideraba responsables del desplome: los vendedores al descubierto, que obtienen beneficios apostando a que una acción va a caer.
Como la mayoría de las sociedades de Wall Street, Morgan Stanley había manejado durantes años transacciones para los vendedores en descubierto, pese a que otras empresas se quejaban. No obstante, Mack llamó a Charles E. Schumer, senador demócrata por Nueva York, y a Christopher Cox, presidente de la Comisión del Mercado de Valores, presionándolos para que prohibiesen la venta en descubierto.
En una reunión con los miembros de la plantilla el martes por la mañana, mientras las acciones seguían cayendo - alcanzaron el mínimo de 11,7 dólares- Mack decía: "Escuchen. Sé que todos están angustiados por el precio de las acciones. No voy a vender, y mi equipo tampoco. Pero entiendo que estén ustedes nerviosos y quieran vender algunas". Algunos lo hicieron.
Al mismo tiempo, Mack iniciaba conversaciones para fusionarse con Wachovia, y llamaba a otros bancos para tantear otras combinaciones posibles. También llamaba a Buffett para pedirle consejo, mientras que sus ayudantes en Tokio contactaban con Mitsubishi UFJ, el mayor prestamista de Japón, con la esperanza de obtener capital.
Incluso mientras las acciones caían, la confusión empeoraba en los mercados de dinero. Sin una razón aparente, al parecer, se produjo una retirada masiva de Putnam Prime Money Market Fund, un fondo de 8.860 millones de euros. Eso significaba que el contagio de los fondos de dinero se extendía. Debido a las enormes retiradas, Putnam decidió cerrar el fondo, y distribuir el efectivo entre los accionistas. Si no lo hiciera, los primeros que llegasen obtendrían mejor trato que los rezagados.
El jueves por la mañana, la necesidad de una acción drástica se había vuelto más urgente aún.
En Asia, los mercados ya habían cerrado con pérdidas. Para aplacar los temores antes de la apertura de los mercados europeos, la Reserva Federal y otros bancos centrales anunciaron que inyectarían 130.000 millones de euros, en un esfuerzo por conseguir que los bancos empezaran de nuevo a prestarse unos a otros. La Reserva Fderal había aceptado abrir su ventanilla de descuentos para poner los préstamos a disposición de los fondos mutuos, para evitar nuevas retiradas de dinero.
Pero no sirvió de mucho.
A las ocho y media de la mañana del jueves en Estados Unidos, cuando Paulson y Bernanke repasaban la situación, los mercados seguían agitados. La crisis no aflojaba.
Lloyd C. Blankfein, director general de Goldman Sachs, había llegado a su despacho en el 85 de Broad Street poco antes de las 7 de la mañana del jueves, y anticipaba otro mal día. Las acciones del banco de inversión ya se habían hundido. Desde casi 250 dólares la acción en octubre, habían caído a 114,50 el miércoles, tras tocar un mínimo de 97,78 dólares
ese día.
Una idea que había estado explorando era la de transformar a Goldman en un banco comercial. A su vez, Mack también había estado estudiando dar ese paso en Morgan Stanley, y ambos mantenían conversaciones separadas con la Reserva Federal. Era una idea que aportaba seguridad -se convertirían en instituciones depositarias reguladas por la Reserva Federal-, aunque también suponía que no podrían acumular tanta deuda como siendo bancos de inversión. Eso dañaría los beneficios. Pero ahora los beneficios importaban menos que la supervivencia. Blankfein aceleró el plan.
A la 1 de la tarde, el Dow Jones había caído otros 150 puntos, y las acciones de Goldman cayeron hasta los 85,88 dólares, su mínimo en casi seis años.
Justo entonces, un bromista hizo sonar el himno nacional estadounidense en el hilo musical de la empresa, situada en el piso 50. Los agentes de renta fija se pararon y se pusieron de pie en posición de firmes, algunos con la mano en el corazón. Lo extraño fue que precisamente en ese momento el mercado empezó a subir, y con él las acciones de Goldman.
Los agentes empezaron a aplaudir.
¿Qué había ocurrido? A la una de la tarde, hora de Nueva York, la Autoridad de los Servicios Financieros británica, que regula las instituciones financieras del país, anunciaba una prohibición de la venta en descubierto de 29 valores financieros que duraría al menos 30 días.
"Cuando vi eso, supe que íbamos a vivir la madre de todas las subidas repentinas", comenta el gestor de un fondo de cobertura. Comprendiendo que era probable que la SEC siguiera el ejemplo, los fondos de cobertura empezaron a cubrir sus posiciones, es decir, a comprar las acciones que habían tomado prestadas en descubierto, aunque supusiera asumir pérdidas.
Eso hizo subir todo tipo de valores. Ciertamente, la SEC siguió el ejemplo al día siguiente, imponiendo una prohibición temporal de vender en descubierto 799 valores financieros.
Unas horas después llegó el segundo acontecimiento. A las 3.01, CNBC comunicaba que el Tesoro y la Reserva Federal planeaban establecer un fondo gigantesco para comprar activos hipotecarios tóxicos a las instituciones financieras. Aunque a mediodía había habido rumores al respecto, y la Bolsa había empezado a repuntar hacia las dos y media, la amplia difusión provocaba una enorme sacudida. En una explosión que duró 45 minutos, el Dow Jones subía otros 300 puntos, y cerraba la jornada con un ascenso de 410 puntos.
Dos horas después, Paulson y Bernanke se dirigían a la Colina del Capitolio para una sombría sesión con los líderes del Congreso. "Esa reunión es una de las experiencias más asombrosas que he tenido en los 34 años que llevo en la política", recordaba el senador Schumer.
Mientras los miembros del Congreso y sus ayudantes escuchaban, ambos exponían su plan. Empezarían ofreciendo inmediatamente un seguro federal a los fondos, para frenar las retiradas de depósitos. Además, la SEC establecería una prohibición de la venta en descubierto de los valores financieros. Aunque los altos cargos del Tesoro admitían que la medida era principalmente simbólica -los inversores siguen pudiendo comprar opciones de venta, que tienen el mismo efecto que la venta en descubierto- lo hacían principalmente para "asustar a muerte a todo el mundo", como decía un funcionario.
Después de que Bernanke hiciera su comentario sobre la posibilidad de que no hubiera economía el lunes sin el plan, se podía oír el vuelo de una mosca. "A mí se me hizo un nudo en la garganta", cuenta Schumer.
Los líderes del Congreso manifestaron de manera casi unánime que debía hacerse por el bien del país. Pero al oír que Bernanke y Paulson querían que la legislación se aprobase en cuestión de días, el líder de la mayoría del Senado, Harry Reid, expresaba su asombro. "Éste es el Senado de Estados Unidos", decía. "No podemos hacerlo en ese tiempo". Su homólogo republicano, el senador Mitch McConnell, respondía: "Esta vez podemos".
Se equivocaba. Tras una semana de reyertas, luchas políticas internas y concesiones, el lunes la Cámara de Representantes rechazaba el plan. El Dow Jones se desplomaba casi 778 puntos, y los mercados crediticios empeoraban.
Tocaba volver a negociar, pero al fin, dos semanas después de que Paulson y Bernanke presentasen su apelación, la Cámara de Representantes aprobaba finalmente el plan de rescate este viernes.
© The New York Times Syndicate
Bernanke, un experto en crisis
Ben Bernanke pasó su carrera profesional estudiando las crisis financieras. Su primer trabajo importante como economista había sido un estudio de los acontecimientos que condujeron a la Gran Depresión. Junto con varios economistas, acuñó la expresión "el acelerador financiero", que describe cómo las condiciones deterioradas del mercado pueden acelerarse hasta volverse incontrolables. En un grado alarmante, la crisis crediticia se ha desarrollado como predecía su trabajo académico. Pero su investigación también había llevado a Bernanke a opinar que "las situaciones en las que las crisis escapan de control realmente son aquellas en las que el banco central se ha mantenido al margen", de acuerdo con Mark Gertler, economista de la Universidad de Nueva York y colaborador de Bernanke.
Bernanke no tenía intención de mantener a la Reserva Federal al margen. A medida que la crisis empeoraba, la Reserva tomaba medidas más audaces. Añadía liquidez al sistema. Abría la ventanilla de descuentos -el mecanismo de préstamo de emergencia que se había reservado para los bancos con problemas- a los bancos de inversión. También aceptaba absorber hasta 21.000 millones de euros de las pérdidas de Bear Stearns, y concedía un préstamo de 62.000 millones de euros para mantener a AIG a flote.
Desde el rescate financiero de Bear Stearns, los funcionarios del Tesoro y de la Reserva Federal habían debatido cómo podría ser una amplia intervención pública. Aunque se habían insinuado unas "vacaciones bancarias" -un cierre temporal de bancos en todo el país, algo que no se hacía desde 1933, para evitar las retiradas de fondos provocadas por el pánico-, Bernanke y Paulson rechazaban la idea, temiendo que asustase a la gente sin necesidad. Ambos habían reunido equipos para esbozar planes de rescate drásticos: los planes de "romper el cristal".
Casi desde el principio, concluyeron que la mejor solución sistémica era la de comprar los activos hipotecarios difíciles de vender.
El miércoles por la mañana, en una conferencia con otros altos cargos, entre ellos Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo, Bernanke los sondeaba sobre un gran plan de ayuda gubernamental. Los otros altos cargos parecieron aliviados; sus principales preguntas hacían referencia a si el Congreso podría actuar con rapidez. Esa tarde, Bernanke le decía a Paulson en una reunión: "Tiene usted que acudir al Congreso. Esto se ha generalizado". Paulson se mostró de acuerdo. -
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