Rembrandt, el cronista del pincel
Rembrandt van Rijn, uno de los grandes genios de la pintura, tuvo entre sus muchos dones uno que marcó su vida: la oportunidad del nacimiento. Cuando el noveno de los diez hijos de un acomodado molinero vio la luz en Leiden, el 15 de julio de 1606, la ciudad se reponía de una dura guerra y acababa de unirse a las Siete Provincias Unidas, la nueva república que se sacudió el dominio de España. La ciudad medieval se había convertido en la meta de los refugiados valones y flamencos del sur, atraídos por la prosperidad calvinista y el comercio de la lana, y aún recordaba con trauma el sitio al que la sometieron los españoles en 1573. Hoy, cada 3 de octubre se recuerda con pan y arenques la comida de los resistentes, el final de aquel asedio.
Fue también la suerte la que condujo a Rembrandt hasta Pieter Lastman, el mejor pintor de temas históricos en Amsterdam. Pero el golpe decisivo que le proporcionó el azar fue conocer a Constantin Huygens, uno de los secretarios al servicio del príncipe de Orange -entre sus ocupaciones figuraba descifrar los mensajes interceptados a los tercios españoles en Flandes-. Huygens, hombre cultivado, acariciaba la idea de descubrir pintores para la nueva corte tal como había visto en Italia, París y Londres. Su deseo era encontrar a alguien parecido a Rubens, el gran pintor que para los nuevos regidores holandeses sólo tenía un defecto, estar al servicio de los católicos Austrias. El secretario buscaba un artista que convirtiera a los príncipes en dioses y las batallas en gestas heroicas. El destino quiso que ese hombre fuera Rembrandt, el hijo del molinero de Leiden, el Shakespeare de la pintura holandesa, el mago de la luz y el color.
'Rembrandt, pintor de historias' inaugura la temporada de exposiciones temporales en el Museo del Prado. Alejandro Vergara, historiador del arte, jefe de conservación de pintura flamenca y escuelas del norte del museo y comisario de la muestra, comenta el reto que representa mostrar la obra de un pintor del que se conoce casi todo: "Quiero transmitir la idea de una mirada peculiar de un artista. Rembrandt utiliza la historia en sus cuadros para dar su visión de la vida. No es ortodoxo. Aunque cuente historias normales, su mirada sobre los seres humanos es peculiar, y cuando pinta historia, lo que hace es pintar estados de ánimo. Esta faceta es una forma de vincularle con toda la tradición de pintura histórica que atesora el Prado". Serán 40 obras, de distintos museos, las que mostrarán los mejores momentos del arte narrativo de un pintor de producción limitada -315 cuadros en 63 años de vida.
Un hombre ataviado con turbante con pluma y capa de corte oriental. Así se introduce al espectador en la exposición. Es una de las muchas caras de Rembrandt, un artista obsesionado consigo mismo, aficionado a ver a los hombres como actores. A lo largo de su vida se retrató como mendigo, bufón, gentilhombre... los mil rostros del artista aparecen en sus autorretratos y en los personajes de sus figuras históricas. Adorable de joven, con el lado derecho de la cara en sombra y un peinado de rizos profundamente estudiados. Inquietante de anciano, con las mejillas hundidas y arrugadas. Siempre con una barbilla prominente y nariz chata que con los años se fue convirtiendo en rechoncha.
Contra lo que su vida y su aspecto de los últimos años pudieran hacer pensar, Rembrandt no fue un patán. Las Escrituras, la Biblia, eran la palabra de Dios en la República de Holanda en el siglo XVII, y el artista conocía bien aquellos textos. Fue educado con esmero, y posiblemente en la Universidad de Leiden, donde coincidió con su paisano Jan Lievens, el otro gran pintor de la época, se despertó su curiosidad literaria. Allí quedó registrado como "Rembrandus Hermanni Leydensis", y así firmaría sus primeras obras. Allí, Huygens fue el hombre clave para ambos en su pretensión de hacer de ellos los Van Dyck y Rubens protestantes: "Rembrandt es superior a Lievens en su pincelada firme y en la vivacidad de sus emociones; Lievens le supera en la sublimidad de sus conceptos y en el realce de los temas y formas", escribió. En su tarea de mecenas, Huygens les propuso a ambos viajar para completar su formación. Lievens aceptó y se fue a Italia; Rembrandt, en cambio, se mudó a Amsterdam, la ciudad a orillas del Amstel, plagada de comerciantes y dinero.
Rembrandt buscaba la textura física de la pintura, una obsesión durante toda su vida. Quería reflejar el lenguaje del cuerpo, las pasiones, los movimientos de las figuras, las expresiones de los rostros, los gestos. La acción en sus cuadros transcurre como en una película. Contemplar cualquiera de ellos es asistir al momento culminante de la acción aunque tuviera que elegir motivos brutales, como en El sacrificio de Isaac, e introducir elementos de suspense como el ángel que sujeta el brazo levantado de Abraham con el que pretende matar a su hijo. Un maestro de los recursos escénicos.
Otras veces refuerza la acción e introduce en la pintura escenas con diálogo, los gestos que acompañan a una conversación le proporcionan el movimiento que él quiere para sus historias. En ocasiones, una única figura cuenta la historia del cuadro con sus manos. Son ellas las que hablan al espectador.
En la primera sala de la exposición del Prado, algunas obras en las que se reflejan de forma admirable los sentimientos humanos: La lapidación de san Esteban o Cristo con los mercaderes en el templo, que, en palabras de Vergara, "son los cuadros de un pintor tratando de aprender a pintar emociones muy intensas. La lapidación... es el primer cuadro firmado de Rembrandt (1625), y ves a los personajes poniendo caras como si estuvieran delante de un espejo, que es lo que hace el artista cuando se autorretrata. Su obsesión es ser un narrador, pero ¿cómo cuenta un pintor?", se pregunta Vergara, "replanteándose las cosas, intentando aprenderlas para hacerlas de nuevo. Las caras son diferentes, los estilos también, incluso el tratamiento del color". Todos estos matices los observó Huygens el día en que pudo contemplar en el estudio del artista Judas devuelve los treinta denarios. Fue tanta su emoción que escribió: "Rembrandt concentra toda su deliciosa atención en los cuadros pequeños, pero en este pequeño formato se las arregla para alcanzar lo que en vano podría buscarse en las obras mayores de otros". El pintor de pinceladas gruesas supo también plasmar lo delicado, lo sutil, la luz. "Rembrandt, el pensador", exclamó Goethe al ver uno de sus grabados.
Cuando Rembrandt aún está aprendiendo a pintar, Rubens, "el príncipe de los pintores y el pintor de los príncipes", es el artista más famoso de Europa. Posee fama, dinero, honores. Es el espejo en el que todos se miran. "Hasta 1640, la meta de Rembrandt es alcanzar su forma propia de pintar aunque hay una especie de eco, Rubens, que está siempre presente en su obra". Para rastrear influencias y diferencias en la obra del artista, en la exposición del Prado colgarán telas de Rubens, Velázquez, Tiziano y Veronés, con la idea "de enseñar al espectador lo que vincula a este pintor con la gran tradición de la pintura europea". Sansón y Dalila (1636), posiblemente la estrella de la muestra, cierra la primera etapa de la carrera de Rembrandt. Es la apoteosis del barroco, "todo movimiento, energía, con líneas redondas y figuras en movimiento".
Amsterdam, entre 1635 y 1636, vivía la maldición de la peste. Mientras los ciudadanos cuidaban a los enfermos y enterraban a sus muertos, Rembrandt apenas salía de su estudio, pintaba compulsivamente, transformaba la historia sagrada en historias humanas. Susana y los viejos (1636), Bellona (1633), El rapto de Europa (1632), El banquete de Baltasar (1636-1638), Daniel y el rey Ciro ante el ídolo Bal (1633) evidencian el apogeo del artista como narrador. En aquellos negros años, su taller bullía. Houbraken, uno de sus discípulos, llegó a describirle como un hombre maniático, excéntrico, riguroso e inflexible, sometido a las maldades de los alumnos, que se mofaban de él y pintaban monedas en el suelo para que el maestro se agachara a recogerlas.
Unos años antes, un joven pintor de la corte española, Diego Velázquez, mostró ante el rey Felipe IV su gran cuadro de Las lanzas con la heroica defensa de Breda y la capitulación del holandés Justino de Nassau ante el español Spínola. En 1642, Rembrandt ha entregado su gran obra La ronda de noche, una composición espectacular cargada de figuras. Antes ha tenido que enfrentarse a otra tarea. Huygens le había encargado seis escenas de la Pasión para el estatúder (el hombre que controlaba el Gobierno de los Países Bajos). Rembrandt se empleó a fondo. Deseaba lograr algo distinto al Descendimiento de Rubens para la catedral de Amberes. Lo logró con su Ecce Homo vencido por el dolor, lejos del hombre triunfante del Renacimiento.
el pintor holandés humaniza las historias. Pone vehemencia, se embala narrando, retorciendo cuerpos; logra una acción cinematográfica. Los encargos de retratos se suceden. También los elogios a su obra. Saskia Uylenburgh aparece en su vida. Procede de una rica familia de la región de Frisia, es joven, con ojos candorosos. Él la corteja, la dibuja con dulzura. Se convierte en la Flora de sus cuadros. Son años de matrimonio plácido. Dibuja niños para paliar el dolor de la pérdida de los suyos, que se morían al poco de nacer, hasta que finalmente llegó Titus.
En 1942, la desgracia llama a la puerta de la casa de contraventanas rojas de Amsterdam. Saskia se consume por la tuberculosis y muere en junio de ese año. El dolor es inmenso, pero Rembrandt lo apacigua pronto metiendo en su cama al aya de su hijo Titus, Geertje Dircx, viuda a su vez de un corneta de Edam. La biografía de Rembrandt le muestra en esta etapa de su vida malévolo, amoral, inconstante. Cuando se cansó de Geertje, la llevó a los tribunales y consiguió internarla en una institución para mujeres desequilibradas. La joven ama de llaves, Hendrickje Stoffels, sustituyó al aya y le dio una hija, Cornelia, llamada así en recuerdo de la madre del pintor. A partir de ahí, la vida se le tuerce al ya famoso artista y la ruina se instala en su hogar. La segunda parte de la vida de Rembrandt ha comenzado.
A principios de 1640, Rembrandt se aparta del estilo colorista de las escenas históricas barrocas. Intenta centrarse en lo que quiere transmitir. Pinta poco, se recrea en la forma para transmitir el conflicto interior de sus personajes. Se dedica al grabado y estampa escenas sublimes, como Ecce Homo y Cristo crucificado entre los dos ladrones. Para Alejandro Vergara, el pintor está en su mejor momento: "Al final de su vida hay quietud y pintura, y poca cosa más. A partir de 1645 deja de mirar hacia atrás, hacia sus referentes. Es profundamente original. Va contra corriente porque en la pintura holandesa de ese momento está de moda el preciosismo tipo Vermeer. El resto de la exposición se centra en contar ese proceso, en cómo va deshaciéndose de lo accesorio. Rembrandt es un pintor de contenidos que al final se hace consciente de su lenguaje, se da cuenta de que trata de pintar más que de contar. Se para y reflexiona, comprende que en la pintura se va posando el pensamiento. Piensa en pintura".
Al final de su vida -morirá en 1669- busca la grandeza de espíritu. Trabaja en un cuadro monumental, La negación de Pedro (1660). En sus últimos años, todo lo que refleja en sus obras es sombrío. Su hijo Titus ha muerto y está lleno de deudas. Sus pinceladas se vuelven más bastas, la factura es descuidada, pero a la vez transmite más fuerza que nunca. Paradójicamente, en uno de sus últimos autorretratos se pinta muerto de risa con un aire de maldad en su rostro. Dicen que quiso emular a Zeuxis -el pintor griego tan realista que cuando pintaba uvas los pájaros se acercaban a picotearlas-, muerto de risa pintando. ¿Adivinanza o burla a la historia? La respuesta se la llevó a la tumba el gran Rembrandt. P
La exposición 'Rembrandt, pintor de historias' puede verse en el Museo del Prado del 15 de octubre al 6 de enero de 2009.
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