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Reportaje:Barcelona en fiestas

Barcelona y Woody Allen se parecen

El estreno de la película se vivió entre la reserva, la exaltación y la angustia

La sintonía de Barcelona con Woody Allen venía de lejos y Vicky Cristina Barcelona llega para santificarla. Si hay una clave que pueda explicarla, acaso sea la timidez. La del cineasta es legendaria. En cuanto a la de Barcelona, hubo una buena muestra la noche del sábado en el Auditori. A la ciudad le sientan mal las alfombras rojas. Nos gustan tan poco que nos da apuro incluso iluminarlas: la llegada de notables por la calle de Lepant daba por pantalla poco más que para un oficio de tinieblas. Posar no va con la idiosincrasia local. Somos gente de interiores, allí sí nos dejamos deslumbrar por la ostentación (véase el Liceo). Tenemos alma judía, como el director.

Timidez también de los aplausos al finalizar la proyección. La reserva tal vez venga del pánico a ser tomados por provincianos justo cuando nos hallamos en la cumbre del cosmopolitismo. ¿Gustó o no la película a la audiencia del Auditori? Pues entre el fu (menos) y el fa (más). A favor del fa se alinearon por ejemplo el cineasta Manuel Huerga y el director del Auditori, Joan Ollé. De la parte del fu cayeron las opiniones del delegado de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona, Jordi Martí; el ex director de Barcelona Televisió Ricard Domingo, y el director de actividades culturales del Ramon Llull, Borja Sitjà. Ferran Mascarell, ex concejal y ex consejero, temía por un fu, pero salió de la sala con una ligera propensión hacia el fa. Lo mismo que el director del CCCB, Josep Ramoneda.

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La verdad es que Woody Allen va fuerte. Un pintor de éxito con avioneta privada que lo primero que hace es ligarse a dos turistas americanas y llevárselas a Oviedo no se ha visto nunca en la ciudad. ¡A Oviedo! Sevilla o Granada tal vez hubieran colado, pero Oviedo no, sobre todo si no se recuerda que la capital asturiana ha colocado en una de sus plazas una estatuta del director tocando el clarinete. Pero el desconcierto mayor viene sin duda de la mano de Vicky, que combina sus vacaciones con un master sobre "la identidad catalana". ¿Dónde se imparte ese master? ¿En ESADE, el Abat Oliva, la Pompeu Fabra? No se nos aclara, pero es sin duda el mejor gag de la película.

Entonces, ¿qué ciudad se muestra? Allen ya ha contestado a eso: es la visión de dos turistas americanas. Pero no hay que creerle. Él no ve ciudades, ve localizaciones. Da igual que los protagonistas se muevan en Nueva York, Londres, París o Barcelona. El decorado es buscadamente el más tópico: el puente sobre el Hudson, el Parlamento ante el Támesis o Notre Dame junto al Sena. No ha de extrañar así que en Barcelona sus protagonistas se paseen por el parque Güell, la Sagrada Familia o el Tibidabo. Salvo una escena ante el Macba, ni una sola referencia a la ciudad olímpica. Ni siquiera al mar: el rompeolas que aparece podría ser el de la década de 1970. Allen está en su derecho, por supuesto. Es marca de su factoría. Pero eso también comporta inconvenientes. Por ejemplo, que se le cuele una escena de la calle de Robadors con las putas saludando alegremente a la cámara. No suelen hacerlo, la verdad. Tal vez por ahí podamos comprender por qué sus películas neyorquinas tienen una acogida más bien fría en Estados Unidos, mientras que Vicky Cristina Barcelona está funcionando bien.

Dicho lo cual, es obligado subrayar el éxito rotundo que la operación supone para Barcelona. Si queríamos estar en el mapa, ahora resulta que el mapa se nos queda pequeño. Y eso nos confunde, porque pensamos en las nuevas hordas turísticas que la película llevará a la ciudad. Nos asalta la angustia del éxito. En eso, Barcelona y Woody Allen vuelven a parecerse.

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