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Columna
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La insólita alianza

La política vasca nos ha acostumbrado a la más absoluta oscuridad. Es como un enorme agujero negro que se lo traga todo: las ilusiones, los proyectos, las energías, los buenos propósitos, las generaciones sucesivas. Nada se puede hacer que no sea convivir con ella, algo que vamos aprendiendo a medida que tomamos distancia e intentamos percibirla como algo ajeno a nuestras vidas.

Recientemente, un buen amigo aludía al "manto pegajoso" con que envuelve nuestras conciencias cierto soniquete instalado hace años en la política vasca, pero su comentario, pleno de eficacia metafórica, exige una matización: no padecemos un solo manto pegajoso, sino muchos mantos pegajosos, salvo que lleguemos a la desoladora conclusión de que la política vasca, toda ella, es en sí misma un manto pegajoso, un ropón infame, una envoltura siniestra, un capote pastoso, viscoso, pringoso, bituminoso y grasiento, del que nuestra generación no se librará jamás y del que acaso no se librarán ni nuestros hijos ni los hijos de nuestros hijos ni siquiera los que vivan más allá.

Por extraño que parezca, la política vasca proporciona a veces alguna alegría

Pero hay que remontar el vuelo y abandonar, siquiera sea en ocasiones, el desolador paisaje del presente y la horrenda profecía que comporta. Y es que, por extraño que parezca, la política vasca proporciona a veces alguna alegría, aunque ésta se reduzca al espacio más cercano, al modesto negociado de las esperanzas locales, donde las personas se siguen reconociendo y donde el monstruo de la política vasca (ésa que se quiere con mayúsculas) aún no ha sido capaz de liquidarlo todo.

Pocas escenas tan estimulantes en los últimos días como el encuentro de Iñaki Azkuna y Odón Elorza, en Bilbao, para mostrar el apoyo del Ayuntamiento bilbaíno a San Sebastián en su empeño por convertirse en capital europea de la cultura en 2016. Nadie duda de que el carácter tóxico de la política vasca incluye, entre otros ingredientes, una secular rivalidad entre territorios y ciudades. Es más, si algunos de nuestros problemas políticos son recientes (vamos, que apenas tienen doscientos o trescientos años), las disputas territoriales tienen un origen más remoto, un origen que nos lleva al tiempo de las casas-torre, o al tiempo de la pesca de la ballena, o al tiempo de las cuevas de Ekain, o a quién demonios sabe qué tiempo de todos nuestros tiempos, siempre llenos de incivilidad.

Uno ignora si el apoyo de Bilbao es verdaderamente eficaz para la candidatura donostiarra o si todo se reduce a un gesto de buena vecindad, pero ante el espectáculo diario de la política vasca, anclada en una parálisis crónica y pertinaz, encontrar una voluntariosa alianza que supere al mismo tiempo disputas partidistas y rencores territoriales adquiere el aspecto de un milagro.

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Después de la comparecencia de los alcaldes, los foros empezaron a echar humo; la red se pobló de las atávicas pulsiones de siempre: los insultos, los agravios, las rencillas, el recuento de deudas históricas, en fin, el modo habitual en que los vascos solemos hacernos mala sangre, regresando a nuestro habitáculo más querido: la política en su versión más bronca y estéril, y además resignados a la evidencia de que la culpa de todo esto no corresponde sólo, ni siquiera en primer término, a los profesionales de la política, sino a la compacta manada de bisontes que poblamos este país desde hace algunos milenios.

Dos capitales vascas, a través de sus alcaldes, acuerdan una alianza en busca de la capitalidad cultural de Donostia. Debemos felicitarlos y felicitarnos. Para tratarse del paisito, resulta una iniciativa casi conmovedora.

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