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Columna
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¿Galeusca?

Antonio Elorza

Desde su aparición en escena allá por 1923, la alianza de los tres nacionalismos periféricos ha tenido una incidencia más simbólica que real. Aun cuando las trayectorias de catalanismo, nacionalismo vasco y galleguismo se han ajustado al calendario común de la historia política de España, las diferencias en cuanto a base económica y social, implantación e ideología han hecho bastante difícil la materialización de la consigna de "¡nacionalistas del Estado español, uníos!". La consistencia de la afirmación nacional en el catalanismo no se tradujo históricamente en una pretensión de alcanzar la soberanía, sino en el doble objetivo de llevar adelante la construcción nacional, en la economía y en la cultura, y de lograr una proyección de sus mayores dinamismo y modernidad por medio de la autonomía en el marco español. Con una orientación bien diferente, el nacionalismo definido por Sabino Arana, sin renunciar a una dimensión pragmática ligada al Concierto económico, fijó su norte el objetivo de la independencia, que en su sector radical acabó llevando a la práctica de la violencia y del terrorismo. Y en cuanto al nacionalismo gallego, su debilidad política le obligaba hasta fecha reciente a preocuparse ante todo de ir consolidando su presencia cultural y política. Distintas metas, distintas personalidades políticas, imposible unificación de estrategias.

La alianza de los tres nacionalismos periféricos ha tenido una incidencia más simbólica que real

La situación ha cambiado hasta cierto punto en los últimos 10 años, por efecto del viraje independentista del PNV y de los inicios de la deriva que en Cataluña llevó a proponer la revisión al alza de su régimen autonómico. Como siempre, Galicia siguió, a favor también de la consolidación del BNG. El resultado fue la declaración de Barcelona, de 11 de julio de 1998, cercano ya Lizarra, con el objetivo de coordinar esfuerzos para lograr lo que los firmantes consideraban un Estado plurinacional moderno. Era recuperada la etiqueta de Galeusca, evocadora del primer ensayo anterior a 1936. La candidatura unitaria para las elecciones del Parlamento Europeo en 2004, con incorporaciones valenciana y balear, constituyó la expresión de ese nuevo espíritu de convergencia.

Más allá de las declaraciones, emerge una trama tejida a base de influencias ejercidas por unos movimientos sobre otros, con el resultado de un clima de simpatía y de complicidad, sin borrar las diferencias de fondo. El nacionalismo vasco incidió sobre el catalán al insistir en que el verdadero patriota ha de aspirar a la soberanía, siquiera formalmente. El rechazo de la violencia siguió marcando la divisoria, sin olvidar el encuentro de Carod con ETA. Para las políticas de educación y cultura, en cambio, fue casi siempre el catalanismo quien asumió la iniciativa, de efectos observables en la política de afirmación del idioma propio diseñada recientemente en Euskadi y en Galicia. A modo de ola de fondo, emerge la creencia en que la afirmación de la nacionalidad supone necesariamente la confrontación con el Estado. El espíritu de secesión alcanza así una legitimidad, como sucede en la política de integración independentista de los inmigrantes magrebíes en Cataluña, en tanto que toda posición que represente un enlace con España es juzgada negativamente.

Es una relación entre movimientos políticos comparable a la que existe en física entre los vasos comunicantes. Las diferencias persisten, pero interviene un sentimiento de convergencia. Ha podido apreciarse con ocasión del reciente fracaso del proyecto Ibarretxe 2, cortado en seco por el Tribunal Constitucional. El pragmatismo tradicional del nacionalismo catalán no ha visto con buenos ojos que el lehendakari se empeñara en la táctica del carnero, al volver a chocar contra un obstáculo previsible e infranqueable, contribuyendo además a crear una jurisprudencia contra la autodeterminación que a largo plazo puede afectar a todos. Pero ello no ha eliminado la expresión de solidaridad, acentuada frente al "Estado español" en el independentismo.

Las presiones de unos y de otros siguen apuntando a la puesta en cuestión del orden constitucional, favorecida en el caso catalán por ese principio estatutario de bilateralidad que sitúa todo problema de importancia, financiación en primer plano, en un nosotros versus el Estado central, léase España. Es la elección de Montilla: socialista pero ante todo "leal a los catalanes". Resulta de modo inevitable un "desapego" creciente, es decir, la creencia en que formar parte del Estado español resulta un coste para Cataluña. Tras su nueva derrota, al lehendakari Ibarretxe, perdido el apoyo de una débil ETA incapaz de respaldar con atentados la supuesta motivación de su consulta, lo único que le queda es deslegitimar al Estado sea como sea. En Cataluña, son los conflictos reales, en su gestión ideológica, los que llevan a una radicalización reflejada en el bosque de banderas esteladas, por la independencia, en la Diada. En ambos casos, la balanza de la política nacionalista se inclina del lado de la desestabilización.

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